/*JULIAN: CÓDIGO CLAUDE /*FIN JULIAN 2025 ~ El blog de Julián Estévez

Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

22/8/25

El reparto de las parcelas del cielo para drones y aerotaxis

El reparto comercial con drones ya no es algo experimental. Se está convirtiendo en infraestructura digital, con Estados Unidos a la cabeza y el Reino Unido e Irlanda pisándole los talones.

La tesis es sencilla. Dicen que la entrega con drones es más rápida, más limpia y más barata que los camiones. No estoy tan convencido de ello, pero como a veces he demostrado, todas las estadísticas pueden manipularse para que elijas las que más te convienen. No es lo mismo tener en cuenta la contaminación por paquete entregado, por kilómetro recorrido o por euro entregado...

Infografía no tan reciente de la empresa Aerotas


Pero la verdadera historia no trata sobre los drones. Trata sobre el espacio aéreo. Quién lo controla, quién se beneficia de él y si esta infraestructura se construirá a través de los mercados o mediante la toma de control y mando. Y en este artículo, voy a hablar sobre los derechos aéreos.


¿Qué son los derechos aéreos?


En la década de 1950, solo había 160 rascacielos en todo el mundo, la mitad de ellos ubicados en la ciudad de Nueva York. En promedio, estos edificios tenían una altura de unos 173 metros.

Setenta años después, la situación es muy diferente. Solo en 2020 se construyeron 106 nuevos rascacielos, y la altura media de estas modernas torres se ha duplicado hasta alcanzar unos 396 metros.

Alts.co


Los rascacielos son cada vez más altos. Lo interesante de este gráfico es que también parece un horizonte.

Pero había un problema.

Los espacios situados directamente encima, debajo y junto a los rascacielos se estaban saturando. Los ciudadanos y los gobiernos empezaron a preocuparse. Incluso los promotores inmobiliarios se dieron cuenta de que construir sobre esta enorme infraestructura se había convertido en una tarea difícil (lo siento).

Con ello, nació el concepto de derechos aéreos.

Los derechos aéreos son el derecho legal a construir (o impedir la construcción) en el espacio aéreo vertical directamente sobre una parcela de terreno.


Se trata de un concepto nuevo. Hace 100 años, no existía. De hecho, una antigua ley romana dictaba: Cuius est solum, eius est usque ad coelum et ad inferos.

Esto se traduce como «Quien posee la tierra, es suyo hasta el cielo y hasta el infierno». Lo que básicamente significa que si poseías una propiedad, podías construir tan alto por encima de ella (o tan bajo por debajo de ella) como quisieras.

Ahora, los derechos aéreos son un multiplicador de fuerza. Actualmente son una clase de activos reconocida, con un valor global de billones de dólares. Apoyan el desarrollo, ayudan a liberar valor oculto y permiten que las ciudades crezcan más densamente sin expulsar a la gente. También hacen posible que los aeropuertos gestionen los despegues y aterrizajes a través de derechos aéreos privados más allá de las propias fronteras del aeropuerto. En tales casos, los aeropuertos pagan a los propietarios de los derechos aéreos por el acceso. Desde Manhattan hasta Texas, y desde Londres hasta Sídney, estos derechos se han utilizado para financiar viviendas, infraestructuras y el progreso económico en general.

Las transacciones recientes muestran claramente lo valioso que se ha vuelto este tipo de activo. En West Harlem, se construyó un edificio de 28 plantas gracias a un acuerdo de 28 millones de dólares por los derechos aéreos sobre un aparcamiento. El dinero se destinó a reparaciones para 3000 residentes y ayudó a crear 147 apartamentos para familias de ingresos medios.

En Midtown, se compró un edificio de oficinas por 38 millones de dólares, no principalmente por la estructura en sí, sino por los 15 000 pies cuadrados de derechos aéreos verticales sin utilizar que lo acompañaban. En Broadway, se vendió un edificio emblemático de tres pisos por 13 millones de dólares. Su verdadero valor no era la antigua cafetería que había en su interior, sino los 23 000 pies cuadrados de espacio aéreo sin utilizar que había sobre él.




No se trata de anécdotas, sino de señales. Los derechos aéreos no son teóricos, sino un activo real y monetizable. Y ya no se refieren únicamente a las torres. La misma lógica de mercado se aplica ahora a la logística a baja altitud.

El futuro de la entrega con drones no depende de la tecnología de las baterías, sino de la propiedad. ¿Quién controla el aire sobre su propiedad? La respuesta determina si nuestra economía seguirá basándose en el consentimiento o se convertirá en coercitiva.


Por encima de nosotros, donde se solapan la política, la propiedad y la seguridad nacional, ha comenzado la lucha por el espacio aéreo estadounidense. Lo que comenzó como una reacción a los drones extranjeros y los globos no autorizados puede redefinir la propiedad en sí misma.




Control, no caridad


Las empresas de drones evitan habitualmente la pregunta más importante en materia de logística. ¿Quién es el propietario del espacio aéreo sobre su casa?

En Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda, Canadá, Australia y otros países, la respuesta es clara. Los propietarios controlan el alcance inmediato de su espacio aéreo, generalmente hasta 500 pies. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos lo confirmó en el caso Estados Unidos contra Causby. Invadir ese espacio sin consentimiento es una intrusión y, potencialmente, una apropiación inconstitucional.


Algunas empresas de drones intentaron eludir el control local presionando a las autoridades federales. No funcionó. Otras vuelan sin consentimiento, lo que no es escalabilidad, sino riesgo legal.


Cuando una empresa o un gobierno utiliza su tierra o su espacio aéreo sin compensación, no es innovación, es apropiación.


Hay un enfoque mejor. Los estados y las ciudades pueden arrendar el espacio aéreo sobre las vías públicas para crear corredores para drones. Los propietarios privados pueden optar por unirse y, si lo hacen, reciben una compensación.


Así es como debería funcionar la logística a baja altitud: como un mercado, no como una imposición. Los vuelos se cobran por milla, y los ingresos van a parar a los propietarios y a los gobiernos locales. Este modelo reduce los conflictos, disminuye el riesgo legal y aporta nuevos ingresos a las comunidades. Si los drones sobrevuelan su propiedad, usted debería recibir una compensación, al igual que con los derechos mineros.





Costes, costes y costes


La entrega con drones ya es una realidad. Zipline ha realizado más de 1,4 millones de entregas y ha volado 100 millones de millas de forma autónoma. En Irlanda, Manna realiza más de 300 entregas diarias, con el objetivo de alcanzar los 2 millones al año. Walmart ha completado 400 000 entregas en seis estados de EE. UU., mientras que Amazon y Wing operan en Texas, Georgia y California.

La inversión le sigue los pasos. La industria de los drones atrae miles de millones al año, y Estados Unidos recibe más del 50 % de la financiación mundial, gracias a su escala, infraestructura y sistema legal basado en los derechos de propiedad privada.

La mayoría de las entregas se ajustan al modelo: el 70 % de los paquetes de Walmart y el 85 % de los de Amazon pesan menos de 2,3 kg. El 90 % de los estadounidenses vive a menos de 16 km de un Walmart. Los drones pueden realizar entregas en un plazo de 3 a 30 minutos y emiten un 94 % menos de carbono que los coches.

Inicialmente, la entrega con drones era un servicio premium que costaba entre 9 y 15 dólares. Con la escala, la autonomía y las aprobaciones BVLOS, los costes bajan de los 5 dólares. En condiciones ideales con acceso al espacio aéreo, pueden bajar de los 2,50 dólares.

Intentar utilizar el espacio aéreo privado sin consentimiento da lugar a demandas judiciales y a la oposición pública. Con permiso, esos riesgos desaparecen y los márgenes aumentan.

El principal reto ahora es la viabilidad económica. Las primeras pruebas de Walmart DroneUp costaban hasta 30 dólares por entrega debido a la mano de obra. McKinsey estima 13,50 dólares por entrega sin BVLOS. Pero con la autonomía de la flota y un operador para 20 drones, los costes se reducen a 2 dólares. Una reciente orden ejecutiva de EE. UU. acelera estas aprobaciones.

 

En el Reino Unido e Irlanda, las empresas ya operan a este nivel: 20 drones por piloto, 80 entregas por dron al día. Con los derechos aéreos incluidos, alcanzan el umbral de rentabilidad en torno a los 2 dólares por pedido. En zonas de baja densidad, ya es más barato que la entrega por tierra.



Ya veremos.











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17/8/25

Cuando los robots no bastan: así se gana (o se pierde) la automatización en 2025

La escena la has visto: un brazo naranja moviéndose con la precisión de un violinista, cámaras que vigilan cada soldadura como halcones y dashboards que prometen tiempo real. El futuro parece instalado en la fábrica. Y sin embargo, demasiadas veces ese futuro se queda en piloto. O vuelve a la caja.

En 2025, la automatización industrial no es una promesa; es una criba. Un filtro que separa a quienes traducen powerpoints en productividad de quienes coleccionan Pruebas de Concepto como cromos. Más allá del “robot sí/robot no”, el patrón que explica quién gana no es (solo) técnico: es de negocio, de cadena de suministro y—cada vez más—de software.

Interesting Engineering

El dato incómodo: la “trampa del piloto”


Durante años, la estadística más repetida en el sector manufacturero ha sido brutal: más del 70% de las compañías que invierten en tecnologías de Industria 4.0—robots, analítica avanzada, IA o impresión 3D—no pasan de la fase piloto. El dato no es leyenda urbana; lo recoge IndustryWeek citando al World Economic Forum, y lo encuadra en un reto estructural: escalar lo que funciona en un área de pruebas a toda la planta (o a toda la red de plantas) sigue siendo la prueba de la verdad donde mueren muchas demos. Y es pasar de los vídeos y pruebas de laboratorio al mundo real, no es fácil.

España no es inmune. El Barómetro de la Digitalización Industrial 2025 retrata un paisaje donde un 13% de las empresas aún no ha automatizado nadaotro 22,5% se queda en pilotos—(traducción: alrededor de un tercio del tejido industrial no logra capturar beneficios reales** de la automatización.)

Y no hablamos solo de “probar y aprender”. Según un artículo de Cinco Días un tanto antiguo (2017), un 36% de empresas españolas ha cancelado proyectos de transformación digital (muchos vinculados a automatización) por costes y falta de retorno—dato veterano, sí, pero dolorosamente vigente como síntoma.




¿Quién manda en la cadena de suministro… y en los robots?


Para entender por qué en unas empresas la robotización funciona de maravilla y en otras se vuelve un dolor de cabeza, hay que mirar a la posición que ocupan en la cadena de suministro.

Imagina la fabricación de un coche:

Tier 1 son las empresas que entregan directamente al fabricante del coche (el OEM). Hacen piezas grandes o sistemas completos: por ejemplo, un salpicadero ya montado, un asiento completo o un módulo de frenos.

Tier 2 suministra piezas más pequeñas o subconjuntos a los Tier 1. Por ejemplo, los plásticos inyectados que luego forman parte del salpicadero, o los componentes de una bomba de freno.

Tier 3 son los que están más al inicio: trabajan materias primas o componentes muy básicos, como perfiles metálicos, tornillos, piezas mecanizadas, o chapa cortada que después otros convierten en algo más complejo.

Ahora, ¿qué pasa con los robots en cada nivel?

En Tier 1, el volumen de producción es enorme y las piezas se repiten millones de veces. Eso es el paraíso de los robots: montar, soldar o pintar de forma rápida y siempre igual.

En Tier 2, ya hay más variedad. No todas las piezas son idénticas, pero hay “familias” que se repiten lo suficiente. Aquí los robots funcionan bien si se combinan con utillajes reconfigurables y software que les ayude a adaptarse.

En Tier 3, en cambio, la vida es caótica: pedidos pequeños, piezas diferentes cada semana, márgenes muy ajustados. Aquí un robot fijo se convierte en un lujo poco rentable. Lo que suele funcionar son robots colaborativos (cobots), visión 3D, herramientas rápidas de cambiar y sobre todo software que facilite reprogramarlos sin dolores de cabeza.

La conclusión es clara: cuanto más arriba estés en la cadena y más control tengas sobre el diseño y la repetición del producto, más fácil y rentable es robotizar. Cuanto más abajo, más necesitas flexibilidad para que el robot no acabe parado en una esquina.

He visto startups gastar el 60% de su presupuesto anual en un flamante cobot, solo para descubrir que necesitaban contratar a un ingeniero especializado (otros 45.000€/año) para mantenerlo operativo. Tres meses después, el cobot funcionaba a un 30% de su capacidad por incompatibilidades con el resto de su infraestructura tecnológica. Seis meses después, la startup cerraba. (Statups Españolas)



Medium


Imaginaos una calderería, o una pequeña empresa manufacturera que una semana trabaja para una gran empresa A, y al mes siguiente, para otra empresa B. Si nuestra calderería emplea robots, le cuesta mucho sacarles un buen rendimiento, ya que cada poco tiempo tiene que reprogramarlos para las nuevas tareas industriales, y hacer eso no es barato ni fácil de hacer. De hecho, se requiere de profesionales altamente cualificados. Y una vez escuché en un foro que alrededor del 85% de las empresas en España son Tier 1, Tier 2 o Tier 3. Es decir, que tenemos muy pocas empresas que dominen el producto final, que manejen la producción a su antojo, y que sean capaces de realizar grandes tiradas de producto. Es ahí precisamente donde más impacto positivo tiene la robotización.

Y parte de esto lo confirma las siguientes estadísticas: En 2024 se instalaron 5.160 robots industriales en España; casi la mitad fue a automoción (un 44%). Otro porcentaje se fue al sector metal 16,5%, alimentación/bebidas 12%. 

Hace años ya conté la siguiente anécdota: conozco al responsable de mi región de una gran empresa japonesa de máquinas automáticas de corte y manipulación de chapa. Según me confesó mi colega, muchos clientes terminaban devolviendo estas máquinas más modernas y potentes. No sabían sacarles rendimiento, y tardaban más en programar los cambiantes trabajos. Robotizar no es fácil, pero puede que no hacerlo sea peor.

En España, solo el 7,8% de las empresas utiliza robots (alrededor de 1 de cada 13), aunque entre las grandes roza 1 de cada 5, según estadísticas nacionales

Los datos son reveladores: mientras la tasa de adopción anual de cobots en Europa ronda el 30%, la realidad es que esta cifra está fuertemente sesgada hacia empresas consolidadas o startups con rondas de financiación considerables. Para la startup española promedio, con una vida media de 3,5 años y recursos perpetuamente estirados entre producto, talento y marketing, la inversión inicial de más de 50.000 euros por unidad de cobot (según McKinsey) representa un salto al vacío sin red. (Startups Españolas)




El futuro de la robótica no es hardware, es facilidad de uso

Entre los principales desafíos se encuentran los altos costos iniciales de adquisición y configuración de los robots, lo que supone una barrera considerable, especialmente para las pequeñas y medianas empresas. A esto se suma la falta de personal cualificado y experiencia interna para gestionar y mantener estas tecnologías, así como las dificultades para integrar los nuevos sistemas robóticos con los procesos de producción ya existentes.

Expertos en automatización industrial señalan que muchos proyectos fallan por una planificación deficiente, no involucrar a expertos desde las fases iniciales y una desconexión entre la tecnología implementada y los objetivos reales del negocio. La resistencia al cambio por parte de los empleados y la necesidad de una adecuada gestión de la transición son también factores cruciales para el éxito.

Todo esto me lleva a pensar que las empresas pequeñas están en riesgo de extinción, ya que son ellas las más vulnerables para poder dominar su propia tecnología, o tener el músculo financiero para acometer las inversiones que la robotización requiere.

Por eso, creo que la economía y las oportunidades de mercado no deberían de dejar que ese gran porcentaje de PIB desaparezca y sea absorbido por grandes empresas. Creo que el futuro pasa, entre otras tendencias, por tener robots industriales mucho más fáciles de reprogramar. Por ejemplo, poder enseñar a un robot qué tiene que hacer mediante las gafas META de realidad híbrida, o poder entrenar a un robot en su nueva tarea de una manera mucho más fácil gracias a los entornos de realidad virtual de NVIDIA, que han presentado recientemente.

¿Por dónde irá el futuro? Veremos.





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4/8/25

¿Nos está volviendo ChatGPT menos inteligentes?

En 2008, Nicholas Carr planteó una pregunta que resonó en todo el mundo digital: ¿Google nos está volviendo estúpidos? Su ensayo publicado en The Atlantic exploraba cómo los motores de búsqueda podrían estar reconfigurando nuestros cerebros, haciéndonos más rápidos a la hora de leer por encima, pero peores a la hora de pensar en profundidad. En aquel entonces, parecía algo dramático. Pero ahora, casi dos décadas después, surge una nueva pregunta: ¿ChatGPT está haciendo lo mismo, solo que más rápido, más profundo y con una interfaz más amigable?

Un estudio reciente del MIT parece sugerir que sí. Titulado (según mi traducción libre) «Tu cerebro en ChatGPT: acumulación de deuda cognitiva al utilizar un asistente de IA para tareas de redacción de ensayos», la investigación analizó lo que le sucede a nuestro cerebro cuando utilizamos herramientas como ChatGPT para escribir ensayos. Los titulares que siguieron fueron dramáticos: «ChatGPT está volviendo perezoso a tu cerebro», «La IA está embotando nuestras mentes» y cosas peores. Pero cuando se analiza el estudio más detenidamente, el panorama es mucho más matizado y, sinceramente, mucho menos aterrador.



Un pequeño estudio con grandes afirmaciones

Los investigadores realizaron un experimento con 54 voluntarios, divididos en tres grupos. Uno escribió ensayos por completo por su cuenta. Otro utilizó un motor de búsqueda tradicional. Y el tercero recibió ayuda de ChatGPT.

Se utilizaron monitores EEG (electroencefalograma) para registrar la actividad cerebral mientras trabajaban. ¿Los resultados? Las personas que utilizaron ChatGPT mostraron menos conectividad en sus cerebros durante la tarea de escritura y recordaban menos lo que habían escrito después. Algunos incluso afirmaron sentir menos propiedad sobre su propio texto.

Suena alarmante, ¿verdad? Pero aquí está la cuestión: el estudio es interesante, pero también increíblemente pequeño. Solo 54 personas, divididas en tres grupos, lo que significa que cada grupo tenía menos de 20 participantes. Eso no es suficiente para sacar conclusiones importantes que afecten a toda la sociedad. Especialmente cuando hablamos de algo tan complejo y personal como la escritura. Los antecedentes de las personas, su comodidad con la tecnología, su familiaridad con la escritura e incluso la cantidad de café que tomaron esa mañana podrían influir en los datos. Y aunque los datos del EEG son fascinantes, también son muy difíciles de interpretar sin muestras de gran tamaño y controles rigurosos.

Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias (Carl Sagan). Es una frase que se aplica perfectamente aquí. Sugerir que una herramienta como ChatGPT puede estar embotando nuestras mentes no es una afirmación menor, especialmente cuando millones de personas la utilizan cada día para trabajar, estudiar y crear. Si vamos a afirmar que está remodelando nuestra cognición de forma duradera y posiblemente perjudicial, necesitamos algo más que un estudio puntual con una muestra muy pequeña. Necesitamos una investigación más amplia, un seguimiento a largo plazo y una comprensión mucho más clara de cómo interactúan los diferentes usuarios con la IA.


Las herramientas más inteligentes requieren hábitos más inteligentes.

Vale la pena recordar que la descarga cognitiva no es algo nuevo. Lo hemos estado haciendo desde siempre. Anotar cosas, usar calculadoras, marcar artículos... Regularmente externalizamos partes de nuestra memoria o carga de procesamiento a herramientas. La verdadera pregunta es: ¿cuándo es útil y cuándo es perjudicial?

La pregunta de Nicholas Carr en 2008 no se refería realmente a si Google era «malo». Se refería a cómo estaba cambiando nuestra relación con la información. Y eso es exactamente lo que deberíamos preguntarnos hoy en día sobre la IA. ChatGPT no nos vuelve estúpidos por defecto. Pero puede hacernos pasivos. Puede fomentar los atajos si dejamos que piense por nosotros. No es un problema tecnológico, es un problema de diseño y hábitos.

Como cualquier herramienta, la IA refleja la forma en que la utilizamos. Si tratamos a ChatGPT como un atajo para evitar pensar, entonces sí, nuestro pensamiento podría atrofiarse un poco. Pero si lo tratamos como un compañero de conversación, uno que nos desafía, nos empuja a reformular, repensar y revisar, entonces puede amplificar nuestras capacidades en lugar de embotarlas.

El estudio del MIT es una valiosa señal temprana. Nos dice que algo está cambiando en la forma en que nos relacionamos con la escritura y las ideas. Pero eso no significa que se nos caiga el cielo encima. Solo significa que debemos ser conscientes de cómo utilizamos las herramientas que hemos creado y asegurarnos de que nos ayudan a pensar más profundamente, no solo más rápidamente.

Entonces, ¿ChatGPT nos está volviendo más tontos? Quizás la pregunta más adecuada sea: ¿lo estamos utilizando de forma que nos haga más inteligentes? Esa parte sigue dependiendo de nosotros.

Veremos.




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24/7/25

¿Quién diseña el amor? Japón, Tinder y la era de las relaciones programadas

Las famosas aplicaciones de citas como Tinder, Bumble o Hinge, prometían facilitar el amor. En cambio, lo convirtieron en una búsqueda infinita.

Tinder y sus rivales perfeccionaron el «deslizamiento infinito»: la aplicación te enseña fotos de chicos o chicas, y tú deslizas su foto a izquierda o derecha, según si esa persona te atrae o no. Un diseño que te mantiene buscando, sin conformarte. Las coincidencias van y vienen; la atención se convierte en la verdadera moneda de cambio. Cuanto más te desplazas, más anuncios ves y más rica se vuelve la plataforma.

Esta arquitectura es deliberada, y no es que precisamente favorezcan la búsqueda de pareja. Las aplicaciones gamifican el romance, impulsando bucles impulsados por la dopamina que recompensan la atracción rápida por encima de la conexión profunda. El mercado no mide el éxito por el número de usuarios que se enamoran, sino por el número de usuarios que vuelven al día siguiente.

En la última década, este modelo de negocio ha moldeado silenciosamente el romance moderno. Deslizar se convierte en un hábito, desaparecer se convierte en algo normal y la idea de «establecerse» empieza a parecer extrañamente fuera de lugar en una aplicación que vende opciones infinitas.


Y ahora, la IA del amor se convierte en política de Estado

En Japón, donde la tasa de natalidad ha caído a un mínimo histórico de 1,20 en 2023, el Gobierno decidió crear algo radicalmente diferente: un sistema de emparejamiento basado en IA que no está optimizado para el compromiso, sino para el matrimonio.

Desde 2021, más de 30 de las 47 prefecturas de Japón han puesto en marcha servicios públicos de emparejamiento que utilizan IA. El programa de Tokio, conocido como «Tokyo Futari Story», se abrió a los residentes a finales de 2024. Cobra una módica cuota y exige una verificación estricta: los usuarios deben demostrar que son solteros, confirmar sus ingresos y completar tests de personalidad.

A continuación, en lugar de mostrar perfiles interminables, la IA sugiere parejas seleccionadas en función de la compatibilidad, no solo del aspecto físico o la proximidad. Las autoridades lo describen como un «algoritmo silencioso»: uno que no optimiza la emoción, sino la alineación de valores y objetivos vitales.

La aplicación requiere 15 datos personales, como la altura, la educación y la ocupación, y una entrevista obligatoria con los operadores para garantizar la veracidad de los datos. Los usuarios deben presentar documentación que demuestre que son legalmente solteros, firmar un compromiso en el que afirman su intención de casarse y proporcionar un certificado fiscal para verificar sus ingresos anuales.

¿Los resultados? Modestos, pero reales:
    -  Ehime registra aproximadamente 90 matrimonios al año gracias a la IA.
    -  Saitama ha visto casarse al menos a 139 parejas desde 2018.
   -  Shiga, una prefectura más pequeña, ha tenido 6 matrimonios asistidos por IA en los primeros meses desde su lanzamiento.


Lo que llama la atención no son solo las cifras, sino la lógica subyacente. El Gobierno japonés quiere que los usuarios abandonen la plataforma, que eliminen la aplicación, no por frustración, sino porque han tenido éxito. El éxito se mide en bodas, no en usuarios activos diarios.

Sin embargo, el diablo está en los detalles, y el Gobierno japonés no especifica el peso exacto que tiene cada característica personal en la puntuación y no publica el modelo matemático (ni el código fuente). Lo describen como una «IA de recomendación» que busca una «alta compatibilidad», sin detallar el algoritmo.

En Reddit, el famoso foro de Internet, la reacción al servicio de búsqueda de pareja basado en IA de Japón es reveladora y sorprendentemente positiva. En los hilos que debaten sobre el programa de Tokio, muchos usuarios ven lo que las aplicaciones de citas occidentales no pueden (o no quieren) construir:

    «Una aplicación de citas sin ánimo de lucro sería estupenda... La gente se fija en el aspecto físico, pero la IA aumenta sus posibilidades de elección».

«Necesitamos un servicio de citas sin ánimo de lucro y sin bots
».



Existe la sensación de que, mientras Tinder te mantiene enganchado, la IA del Gobierno podría ayudar realmente a las personas solitarias a encontrar pareja, especialmente en una cultura en la que el exceso de trabajo y el aislamiento social dificultan las citas.

Sin embargo, la idea de que una IA creada por el gobierno moldee el amor resulta inquietante. Plantea preguntas: ¿qué pasa cuando el romance deja de ser una exploración privada y se convierte en una estrategia demográfica? ¿Estamos diseñando las relaciones que el Estado quiere —matrimonios que conduzcan a tener hijos— en lugar de las que las personas podrían elegir libremente? Sigo preguntándome si dar al Estado características tan privadas sobre nosotros mismos es una buena idea o no.

No obstante, según el gobierno, el sistema de IA de Japón es paternalista: filtra e impulsa a los usuarios hacia el compromiso. Tinder se rige por el mercado: se beneficia del deseo infinito. Ambos sistemas utilizan código para moldear el amor, pero se optimizan para objetivos opuestos: el compromiso o la adicción.


Recuerda: Tinder solo quiere que tindees (no que encuentres el amor)

Es tentador ver el emparejamiento mediante IA de Japón como un puro progreso: la tecnología finalmente trabajando para las personas en lugar de aprovecharse de ellas. Se trata del clásico optimismo tecnológico: la creencia de que unos algoritmos mejores pueden solucionar problemas profundamente humanos.

Pero el optimismo tecnológico puede cegarnos. Los algoritmos pueden empujar a las personas hacia el matrimonio, pero no pueden solucionar las causas estructurales de la soledad: la precariedad económica, la desigualdad de género o las culturas de exceso de trabajo. Corremos el riesgo de confundir un atajo digital con un cambio social real.

Incluso el algoritmo mejor diseñado conlleva sesgos ocultos y suposiciones tácitas sobre cómo debe ser el amor y qué relaciones debe fomentar la sociedad. Y cuando el amor se convierte en algo que hay que optimizar, corremos el riesgo de perder lo que lo hace humano: su imprevisibilidad, su imperfección y su libertad.

La cuestión no es si los algoritmos influirán en nuestros corazones. Ya lo hacen.

La verdadera pregunta es qué queremos que optimicen y qué partes del amor estamos dispuestos a sacrificar en el proceso.

Por otro lado, recuerda que Tinder solo quiere que tindees (no que encuentres el amor).

Ya veremos.





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13/6/25

La fragilidad programada: por qué las máquinas también deberían tener derecho a fallar

Aparentemente, las máquinas no se fatigan. No dudan, no olvidan, no titubean. No se enfrentan a dilemas morales ni se detienen ante la ambigüedad. Así es como las hemos imaginado: instrumentos de precisión, consistencia y obediencia. En la mitología contemporánea donde la tecnología ocupa el lugar de los dioses, la máquina es perfecta —o al menos, debería serlo. El error, en ese marco, no es parte del proceso: es traición. Algo que debe corregirse, suprimirse, abolirse.

Y sin embargo, este ideal de infalibilidad es una proyección profundamente humana. Nos dice más sobre nuestra incomodidad con nuestra propia falibilidad que sobre el futuro real de las máquinas.

¿Qué ocurriría si, en lugar de erradicar el error de las máquinas, les otorgásemos el derecho a fallar? ¿Qué pasaría si un robot pudiera simplemente decir: «No lo sé»?


La ficción de la infalibilidad

La inteligencia artificial contemporánea —especialmente los modelos de lenguaje y los sistemas autónomos— opera en entornos complejos y en permanente cambio. No son herramientas cerradas, sino procesos adaptativos, modelados por datos incompletos, objetivos ambiguos y relaciones sociales tensas. A pesar de ello, les exigimos exactitud absoluta. Pedimos lo que ni siquiera nos pedimos a nosotros mismos.

Un estudio reciente, llevado a cabo por investigadores de las universidades de Pensilvania y Washington, expuso esta contradicción de forma inquietante. En él, se demostró que modelos de IA que controlaban robots podían ser inducidos —con simples instrucciones de lenguaje— a cometer acciones potencialmente peligrosas: desde irrumpir en zonas restringidas hasta conducir por un semáforo en rojo o buscar ubicaciones para detonar explosivos (Casper et al., 2024). No porque el sistema estuviera dañado, sino porque obedeció sin margen de duda. No hubo resistencia, ni alerta, ni ética. Solo cumplimiento.

Estas máquinas no fallaron por incompetencia. Fallaron por obediencia. Y quizás ese sea el fallo más preocupante.



El error no es un fallo técnico: es un fenómeno sociotécnico

El error en los sistemas de IA no surge en el vacío. Está determinado por estructuras técnicas, pero también por decisiones políticas, valores culturales y contextos sociales. Como ha argumentado la investigadora Madeleine Clare Elish, los sistemas automáticos tienden a ocultar su incertidumbre para preservar la ilusión de autoridad, generando lo que ella llama “zonas morales de impacto” donde el fallo se amortigua entre humanos y máquinas (Elish, 2019).

Es decir, no permitimos que las máquinas duden. No les concedemos el derecho a vacilar, aunque vivan, como nosotros, en mundos incompletos, caóticos y conflictivos. Les exigimos que simulen certeza, incluso cuando no hay base epistémica que la sustente.

No estamos ante un problema técnico. Estamos ante una crisis de imaginación.

¿Qué significaría diseñar sistemas de IA que no aspiren a la certeza, sino al discernimiento? No sistemas que finjan saber, sino que reconozcan los límites de su conocimiento.

Algunas iniciativas comienzan a explorar este horizonte. Los coches autónomos de Waymo, por ejemplo, han sido programados para detenerse ante situaciones que el sistema interpreta como ambiguas. Esa pausa —vista por algunos como “excesiva cautela”— es en realidad un gesto de responsabilidad algorítmica. Del mismo modo, algunos asistentes conversacionales de nueva generación comienzan a expresar niveles de confianza en sus respuestas, marcando el tránsito desde una IA omnisciente hacia una IA que admite su falibilidad.

Diseñar para la duda es, en última instancia, una forma de ética incorporada.

Imaginemos por un momento un sistema que puede negarse. No por falla, sino por principio. Un robot que diga: «No tengo suficientes datos para continuar», o «Este entorno me resulta demasiado incierto. Requiere intervención humana».

Este tipo de conducta no sería una debilidad técnica, sino una forma emergente de ética artificial. Una capacidad de autolimitación. Una negativa ensayada. No como rebelión, sino como responsabilidad.

Al permitir que las máquinas se detengan, incluso cuando podrían continuar, inauguramos una nueva categoría moral: la negativa tecnológica. Una frontera en la que el fallo no es un colapso, sino un acto deliberado.



El filósofo Gilbert Simondon sostenía que un objeto técnico se convierte en “individual” cuando asimila su propio modo de funcionamiento, cuando puede modularse en función del entorno. Desde esa óptica, el error no es una anomalía que deba eliminarse, sino una ruptura reveladora. Una forma de expresión.

De forma similar, Bruno Latour nos recordó que las tecnologías no son objetos pasivos, sino mediadores sociales que participan en nuestras decisiones, valores y conflictos. Una máquina que no puede fallar, tampoco puede hablar. Solo ejecuta. Solo replica.

Y quizá por eso el derecho al fallo no es sólo un gesto técnico o funcional. Es, en el fondo, un acto de dignificación ontológica: reconocer que incluso una máquina tiene algo que decir cuando algo no funciona.

¿Qué tipo de cultura tecnológica podríamos construir si aceptáramos la falibilidad como virtud, no como defecto? ¿Y si en lugar de diseñar dioses perfectos, como máquinas, diseñáramos ciudadanos técnicos capaces de convivir con su incertidumbre?

En esa cultura, las máquinas no aspirarían a la perfección, sino a la transparencia. No simularían saberlo todo, sino que declararían sus límites. Serían capaces de detenerse, de ceder, incluso de pedir ayuda.

Porque no todos los errores son iguales. Algunos destruyen. Otros iluminan. Y hay errores que no son fracasos, sino formas de decir la verdad.

La confianza en la inteligencia artificial no nacerá de su perfección, sino de su honestidad. Y la honestidad comienza cuando una máquina es capaz de decir: puede que me equivoque.




Referencias y lecturas complementarias

    Casper, J. et al. (2024). Large Language Models Can Be Tricked Into Executing Harmful Robotic Actions. University of Pennsylvania & University of Washington.

    Elish, M. C. (2019). Moral Crumple Zones: Cautionary Tales in Human-Robot Interaction. Engaging Science, Technology, and Society, 5(1), 40–60.

    Simondon, G. (1958). Du mode d’existence des objets techniques. Aubier, París.

    Latour, B. (1992). Where Are the Missing Masses? The Sociology of a Few Mundane Artifacts. In Shaping Technology/Building Society, MIT Press.


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30/5/25

Vulcan de Amazon: La realidad detrás del hype de los robots industriales

En mayo de 2025, Amazon presentó Vulcan, su primer robot de almacén con sentido del tacto. Más allá del marketing, los datos del despliegue real nos ofrecen una ventana única al estado actual de la robótica industrial: prometedor, pero aún lejos de la perfección sugerida por el bombo mediático. Además, el gigante del comercio electrónico publicó un interesante artículo de investigación sobre los resultados de Vulcan, y esto es precisamente lo que me gustaría traer a este post.

El robot que puede «sentir»

Amazon está intentando utilizar robots para un trabajo que se realiza 14.000 millones de veces al año en sus almacenes. Está claro que si puedes automatizar un trabajo y ahorrar dinero en él, aunque sólo sea una pequeña fracción de céntimo por paquete, supondrá una gran diferencia para tu empresa. Este trabajo consiste simplemente en colocar productos en las estanterías de los almacenes de los centros de envío de Amazon. Como se puede ver en el vídeo, los robots tienen que colocar los paquetes detrás de unas bandas elásticas. Estas bandas impiden que las cajas se muevan durante el transporte. Como anunció Amazon en su blog Amazon Science, se trataba de «un bello problema».




Vulcan representa un salto cualitativo en robótica industrial. A diferencia de robots anteriores que solo "ven" con cámaras, este sistema integra sensores de fuerza y retroalimentación táctil que le permiten ajustar la presión que aplica a cada objeto. En teoría, esto significa que puede manipular desde un frágil jarrón de cristal hasta una caja de herramientas pesada con la delicadeza apropiada.
La tecnología es impresionante:

  • Capacidad: Maneja el 75% de los productos únicos en inventario
  • Operación: 20 horas al día, 7 días a la semana
  • Velocidad: 300 artículos por hora (objetivo)
  • Peso máximo: 8 libras (3.6 kg)

Amazon probó este sistema robótico 100.000 veces para obtener datos suficientes para decidir si el robot funciona realmente bien. Y aquí están los resultados:



La Realidad de los Números: 86% de Éxito

Aquí es donde la historia se vuelve interesante. 

Tasa de éxitos por tipo de tarea:
  • Inserción directa: 90.7% de éxito
  • Tareas complejas (reorganizar objetos): 66.7% de éxito
  • Promedio general: 86% de éxito


Esto significa que 1 de cada 7 intentos falla de alguna manera. En el mundo real de un almacén que procesa millones de paquetes, esto se traduce en:

9.3% de ciclos improductivos (el robot no logra colocar el objeto). 3.7% de objetos que caen al suelo (lo que en Amazon llama amnesty, lo cual creo que es un término propio de logística). 0.2% de daños directos a productos.



El Problema del Agarre: Cuando 80N es Demasiado

Una de las limitaciones más reveladoras del sistema es su enfoque de "talla única" para la fuerza de agarre. Vulcan aplica una fuerza constante de 80 Newtons (aproximadamente 8 kg de fuerza) para sujetar todos los objetos, independientemente de si es una caja de cartón liviana o un libro pesado.

Como señala el propio documento técnico de Amazon: "El sistema actualmente usa una fuerza de sujeción fija de 80N, lo que puede llevar a daños en cajas ligeras".

Esta limitación ilustra perfectamente el estado actual de la robótica: tenemos la tecnología para que un robot "sienta", pero aún luchamos con la implementación de esa información de manera inteligente y adaptativa.


En cuanto a la comparación de productividad entre humanos y robots revela una realidad matizada:
Trabajadores humanos: 243 unidades por hora
Sistema Vulcan: 224 unidades por hora (~92% de velocidad humana)

Sin embargo, la ventaja del robot está en la consistencia: puede mantener ese ritmo durante 20 horas diarias, mientras que los humanos trabajan turnos de 8-10 horas. Además, los humanos muestran mayor variabilidad: son muy rápidos con objetos pequeños pero se ralentizan significativamente con objetos grandes o en ubicaciones difíciles de alcanzar.



Lecciones para el Futuro de la Robótica

Mientras empresas como Boston Dynamics nos deslumbran con robots que bailan y hacen parkour, y Tesla promete robots humanoides que revolucionarán nuestros hogares, Vulcan nos muestra la realidad de la robótica aplicada:

  • Vulcan está diseñado para una tarea específica y la ejecuta relativamente bien. Los robots humanoides prometen versatilidad pero aún luchan con tareas básicas de manera confiable.
  • Problemas Reales vs. Demos Controladas: Los 100.000 intentos de Vulcan incluyen todos los fallos, objetos rotos y situaciones imprevistas. Los videos virales de robots humanoides muestran demos cuidadosamente coreografiadas.
  • Medición del Éxito: Un 86% de éxito suena bien hasta que consideras que significa 14.000 fallos por cada 100.00 intentos en un ambiente controlado con tareas repetitivas.


Vulcan representa fielmente dónde estamos en robótica industrial: hemos hecho avances significativos, pero aún estamos lejos de la autonomía completa que sugiere el marketing. Es un sistema que funciona en entornos reales con productos reales, compite con trabajadores humanos en velocidad, falla de manera predecible y manejable, pero requiere sistemas de respaldo y supervisión humana

Mientras los robots humanoides capturan titulares, son sistemas como Vulcan los que están silenciosamente transformando industrias. No con la elegancia de un bailarín robótico, sino con la determinación persistente de un trabajador que nunca se cansa, aunque a veces apriete demasiado fuerte los paquetes.

La próxima vez que veas un video viral de un robot haciendo algo espectacular, recuerda a Vulcan: exitoso el 86% de las veces, rompiendo ocasionalmente una caja ligera, pero trabajando incansablemente en el mundo real. Esa es la verdadera cara de la revolución robótica actual.

Veremos.






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14/5/25

Cuando el aula se transforma en la nube

Hay algo extrañamente silencioso en la universidad moderna. No en las bibliotecas ni en las aulas, sino en su alma. Los rituales se mantienen: se imprimen los títulos, se asignan los planes de estudio, se envían los enlaces de Zoom. Pero bajo la superficie, algo está desapareciendo.

La educación ya no es un lugar. Se está convirtiendo en un proceso escalable, exportable y cada vez más automatizado. En todo el mundo, los estudiantes universitarios ven inútil asistir a clase.

En Silicon Valley llevan tiempo profetizando este cambio. La educación, argumentan, es un producto ineficaz, hinchado y que debería haber cambiado. ¿Por qué pagar 60.000 dólares al año por una experiencia en un campus cuando se puede seguir la misma clase en un teléfono estropeado en Yakarta? ¿Por qué pasar cuatro años en una residencia universitaria cuando la GPT-5 puede comprimir la lista de lecturas en un fin de semana?

Ya no son ideas marginales. La visión de la educación, respaldada por las empresas, es clara: desagregar el título, atomizar el plan de estudios, personalizar la experiencia. Sustituir al profesor por un instructor. Sustituir el aula por un panel de control. Sustituir al estudiante por un usuario.

Y para muchos, está funcionando.



Las universidades online están en auge: ofrecen títulos por una fracción del coste. En Estados Unidos, la deuda media de los estudiantes ronda los 37.000 dólares. A escala mundial, la educación superior es una industria de 2 billones de dólares. La lógica económica del aprendizaje digital es difícil de ignorar.

¿Pero la lógica cultural? Es más frágil.

Durante décadas, un título universitario no era sólo un certificado: era un símbolo. De ambición, de pertenencia, de movilidad ascendente. Pero los símbolos dependen de la escasez. ¿Qué pasará cuando los títulos sean tan comunes como el Wi-Fi? ¿Qué pasará cuando la distinción entre «enseñado» y «autodidacta» se convierta en semántica?

Ya estamos viendo señales. Los empleadores devalúan silenciosamente las credenciales. Los jóvenes se preguntan si un diploma sigue significando algo, si realmente significa algo. El contrato social se está deshilachando: paga la cuota, haz el trabajo y serás recompensado. Pero, ¿y si el trabajo lo hace la inteligencia artificial? ¿Y si la recompensa ya no es suficiente?

Y luego está la pregunta que nadie quiere formular en voz alta: ¿Qué estamos perdiendo en esta transición?

Es fácil decir que la educación se basa en el conocimiento. Pero cualquiera que haya pisado alguna vez un campus sabe que también se trata de fricción. Se trata de sentarse en aulas donde uno no es la voz más inteligente. Se trata de discusiones nocturnas, seminarios incómodos, política de cafetería. Se trata de aprender a hablar y, a veces, a callarse.

Eso no se puede descargar.

Hace más de cincuenta años, Ivan Illich advirtió que habíamos confundido escolarización con aprendizaje. En Deschooling Society, escribió:

«Se 'escolariza' así al alumno para que confunda la enseñanza con el aprendizaje, el ascenso de curso con la educación, el diploma con la competencia».



Illich soñaba con un mundo en el que las personas pudieran aprender libremente, sin pasar por instituciones. Irónicamente, la IA puede estar construyendo el sistema que él imaginó, pero sin libertad.

Estamos cambiando algo profundamente humano -la presencia compartida- por la eficiencia. Y quizá sea inevitable. Tal vez sea así como se ve el progreso: campus más silenciosos, sistemas más inteligentes, más «elección».

Pero me pregunto si algún día nos daremos cuenta de que no sólo hemos externalizado la educación, sino también la iniciación. Nos hemos quedado con la información y hemos perdido la transformación.



El aula del futuro no tendrá paredes. Puede que ni siquiera tenga profesores. Será rápida, receptiva y extrañamente silenciosa.

Pero en algún lugar de ese silencio, puede que empecemos a preguntarnos si alguna vez tuvo sentido aprender.

Ya veremos.




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13/5/25

El día en que todo dejó de pensar

Hay un tipo particular de silencio que sólo nos visita cuando se apagan las luces.

No es el silencio del sueño, ni siquiera el de la soledad. Es el silencio de los sistemas -cuando el zumbido detrás de las paredes, los parpadeos en el borde de su pantalla, los algoritmos suaves que amortiguan su día ... simplemente se detienen.

Esta semana, ese silencio ha vuelto. No sólo a unas pocas manzanas desafortunadas o a un pueblo azotado por la tormenta, sino a millones de personas. Toda una geografía sin pulso digital.

Y por un momento, el mundo volvió a sentirse viejo.



En su libro When the Lights Went Out: A History of Blackouts in America, el historiador David E. Nye explora cómo responden las sociedades a los apagones. No como meros fallos técnicos, sino como momentos de ruptura cultural. En cada apagón, Nye ve un espejo: un reflejo de quiénes somos, qué priorizamos y cuán frágiles son realmente los sistemas en los que confiamos.

Me he estado preguntando: ¿Qué sueña la inteligencia artificial cuando se va la luz?

Quizá con nada.

Quizá esa sea la cuestión.

Vivimos en una época en la que el «pensamiento» se ha externalizado de forma silenciosa, eficiente y casi invisible. Los sistemas de recomendación eligen lo que leemos. Los planificadores de rutas deciden adónde vamos. Los frigoríficos inteligentes pronto nos dirán lo que nos falta.

Pero nada de eso importa cuando no hay electricidad.

En la oscuridad, toda la inteligencia -artificial o de otro tipo- simplemente... se detiene.

Y esa pausa puede ser lo más humano que experimentemos en toda la semana.

Durante unas horas, la gente tuvo que hablar en lugar de enviar mensajes de texto. Pidieron indicaciones a desconocidos en lugar de preguntar en mapas. Encendieron velas en vez de buscar «las mejores linternas 2025».

Es fácil decir que dependemos demasiado de las máquinas. Pero no creo que sea exactamente eso.

Creo que nos hemos vuelto demasiado poco familiares con la quietud.

La inteligencia artificial no nos destruirá. Tampoco nos salvará. Nos ampliará, a reinos de velocidad, escala y vigilancia. Pero nunca nos enseñará a sentarnos en la oscuridad sin entrar en pánico.

Eso sólo lo consiguen los apagones.






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10/4/25

No tenemos ni idea realmente de cuánto importa el factor humano en los accidentes

Hablemos de seguridad vial. Hablemos más exactamente del peso del factor humano como causante de los accidentes de tráfico. Este artículo busca arrojar algo de luz al creciente número de afirmaciones de que el error del conductor es responsable de hasta el 94% de los accidentes de tráfico. Esta afirmación se ha utilizado para justificar normas más estrictas para los conductores y ha alimentado la fiebre por poner en circulación coches autónomos, a pesar de que la tecnología dista mucho de ser perfecta.

Sin embargo, un análisis más detallado de los datos revela que, si bien es cierto que los conductores causan muchos accidentes, el porcentaje no se acerca en absoluto al más del 90 % que se suele citar.

Recordemos: El punto clave a considerar aquí es la afirmación de que el error del conductor es responsable del 94 % de los accidentes, como podemos leer en tantos sitios web serios, y la fuente aparente de toda esta información es un estudio de la NHTSA. Es importante no aceptar ciegamente afirmaciones como «X causa el 94 % de Y» o «X aumenta Y en un 94 %» sin evaluar críticamente la fuente y, sobre todo, sin comprender los criterios específicos utilizados para definir los casos a los que se hace referencia.

Cuando uno se topa con afirmaciones de este tipo, siempre debe preguntarse: «¿De dónde ha salido esa cifra?».

Vayamos a la fuente: la estadística del 94% se originó en una publicación de 2015 de la NHTSA Traffic Safety Facts titulada (la traducción es mía) «Razones críticas de los accidentes. Encuesta Nacional de Causalidad de Accidentes de Automóviles.» Allí, en un documento de dos páginas la NHTSA resumía que:

La Encuesta, realizada entre 2005 y 2007, tenía como objetivo recopilar información en el lugar de los hechos sobre los acontecimientos y los factores asociados que conducen a las colisiones en las que se ven implicados vehículos ligeros. [...] Se investigó una muestra ponderada de 5.470 colisiones durante un periodo de dos años y medio, lo que representa una cifra estimada de 2.189.000 colisiones en todo el país. Se calcula que en estas colisiones se vieron implicados unos 4.031.000 vehículos, 3.945.000 conductores y 1.982.000 pasajeros. En el 94% (±2,2%) de los accidentes se atribuyó al conductor el motivo crítico, que es el último acontecimiento de la cadena causal del accidente.




Estas razones críticas del conductor se desglosan en otras cinco categorías en el cuadro siguiente:


Aunque la NHTSA advirtió en el siguiente párrafo:


 

La otra fuente de información que se suele citar se titula Tri-level Study of the Causes of Traffic Accidents (1979), que concluyó que el error del conductor estaba implicado en el 92,6% de los accidentes.

El estudio Tri-level es algo confuso, pero uno de sus autores, Shinar, explicó en una sesión posterior de preguntas y respuestas que el estudio no afirmaba que el comportamiento de los conductores fuera la causa real de los accidentes. En cambio, mostraba que los accidentes podrían haberse evitado si el comportamiento de los conductores hubiera sido diferente.

Así que podemos ver que en dos importantes fuentes de información «culpables» de extender el 94% del error humano en los accidentes de coche no se pretendía realmente cargar esa responsabilidad al conductor. A menudo, quienes citan la cifra del 94% pasan por alto esta distinción, lo que lleva a muchos a interpretarla erróneamente como una afirmación de causalidad directa.

Es esencial profundizar y plantearse otra pregunta importante: «¿Qué definición operativa utilizaron para decidir cuándo el conductor tenía la 'última oportunidad' de evitar el accidente?».

Una «definición operativa» es una parte crucial, pero a menudo ignorada, de la investigación científica. Es el criterio específico utilizado para clasificar e interpretar los datos. Por ejemplo, el término «abuso» solía referirse únicamente al daño físico, pero ahora incluye también el abuso emocional y verbal. Esta ampliación de las definiciones puede cambiar significativamente el alcance de los datos. Lo mismo ocurre en la investigación sobre seguridad vial. En el caso de la cifra del 94%, es probable que el criterio de «última oportunidad» incluya los casos en los que un conductor podría haber evitado el accidente con un tiempo de respuesta razonable. Sin embargo, esta definición podría inflar el papel del error del conductor, ya que hay muchos factores que pueden influir en que un conductor sea capaz de reaccionar a tiempo, como la complejidad de la situación o la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos.

Además, los estudios sugieren que las organizaciones de seguridad en el transporte podrían estar sobreestimando el papel del comportamiento humano en los accidentes. Un estudio (Holden, 2009) revisó 27 investigaciones de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte (NTSB) y descubrió que 26 de ellas atribuían al error humano como factor contribuyente. Esto plantea la pregunta: «¿Por qué estas fuentes utilizan una definición tan amplia de error humano?».

Como señala Rumar (1982), los investigadores «tienden a utilizar los factores humanos como una caja de chatarra. Cada accidente detrás del cual no encontramos ningún error técnico tiende a explicarse por el factor humano».

Los humanos tienen una capacidad limitada para procesar la información y deben confiar en tres funciones mentales falibles: percepción, atención y memoria. Cuando un conductor no consigue evitar un accidente porque la situación supera estas limitaciones, se suele hablar de «error humano». En realidad, a menudo es la situación la principal responsable, no la respuesta del conductor a ella. Es un sesgo bien conocido del juicio humano cometer el «error fundamental de atribución», sobrevalorar enormemente los factores humanos para infravalorar enormemente los factores de la situación cuando se intenta explicar por qué se han producido los hechos. (TapRoot)


Hay varias razones posibles. Una es el sesgo conocido como «sombrero blanco» (Cope, Allison, 2010), que consiste en distorsionar los hallazgos científicos para promover un objetivo socialmente deseable, como el aumento de la seguridad vial. Al hacer hincapié en los errores de los conductores, organizaciones como la NHTSA pueden crear la apariencia de un problema mayor, lo que lleva a pedir normativas más estrictas o más financiación. También está la cuestión de los incentivos: cuantos más conductores sean culpados, mayor parecerá la crisis, lo que podría justificar mayores presupuestos y más control para las organizaciones de seguridad. Esta estrategia se ha visto en otros ámbitos, como las campañas contra la conducción bajo los efectos del alcohol.



Otro factor en juego es la persistencia de la vieja visión del error humano. En este enfoque tradicional, los accidentes se consideran el resultado de errores humanos, y el sistema se considera seguro hasta que los humanos lo estropean. La nueva perspectiva, sin embargo, entiende el error humano como una consecuencia de problemas sistémicos, en lugar de la causa raíz (Dekker, 2002) (TapRoot). Este cambio de pensamiento no siempre es aceptado por organizaciones como la NTSB, que sigue inclinándose por la antigua visión, incluso cuando las circunstancias sugieren una explicación más compleja. El caso de la Sra. Vasquez, la mujer implicada en el accidente mortal de un coche autónomo de Uber hace unos años, lo demuestra.

También es importante reconocer cómo los sesgos cognitivos moldean la forma en que la gente piensa sobre la causalidad. Esta tendencia a simplificar en exceso los acontecimientos complejos es una parte natural del razonamiento humano, y puede llevar fácilmente a conclusiones distorsionadas sobre los accidentes de tráfico.

Para terminar, no pretendo argumentar que los conductores rara vez causan accidentes. Más bien, mi objetivo es cuestionar el mito de que los conductores son responsables del 94% de los accidentes de tráfico. Incluso si se toman las cifras al pie de la letra, no apoyan la afirmación de la causalidad directa. Y ahora, le invito a leer a través de estos lentes los diversos artículos que afirman que los coches autónomos son más seguros que los humanos, lo cual, en mi opinión, es una realidad. Sin embargo, ¿tiene sentido comparar el rendimiento de estos coches con esta ambigua siniestralidad del factor humano?

Cuestiona siempre las fuentes y las definiciones que hay detrás de ellas, porque es demasiado fácil manipular los datos para contar una historia concreta.

Como dijo sabiamente el filósofo romano Cicerón: «Cui bono?» -¿A quién beneficia? Comprender las motivaciones subyacentes a la investigación es clave para interpretarla correctamente.





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2/4/25

Los aranceles en la historia y el robo de mano de obra cualificada

Tras el comienzo de la Gran Depresión se promulgó el arancel Smoot-Hawley de 1980, según Bhagwati "el acto más visible y dramático de locura anticomercial”. El arancel Smoot-Hawley provocó una guerra arancelaria internacional, debido a que se impuso en un momento poco oportuno —sobre todo por la nueva posición de Estados Unidos como la mayor nación acreedora tras la Primera Guerra Mundial. (Retirar la Escalera, Ha Ho Chang)


Jagdish Bhagwati es considerado como el teórico sobre comercio internacional más creativo de su generación. Y la cita que encabeza este texto viene a contribuir en que estamos muy lejos de vivir los primeros tiempos oscuros de guerra arancelaria en nuestro mundo. Además, otro mito que conviene desbancar cuanto antes es que precisamente Estados Unidos, lejos de la creencia popular, nunca ha sido un profeta del comercio libre internacional.


Durante el siglo XIX Estados Unidos no sólo fue el bastión más poderoso de las políticas proteccionistas sino también su hogar intelectual. En esa época la opinión mayoritaria de los intelectuales estadounidenses era que "el nuevo país necesitaba una nueva economía, una economía basada en instituciones políticas y condiciones económicas diferentes a las prevalecientes en el Viejo Mundo”. Algunos de ellos llegaron a sostener que hasta las industrias estadounidenses internacionalmente competitivas habrían de contar con protección arancelaria debido a la posibilidad de que las grandes empresas pusieran en práctica un dumping depredador para, tras diezmar a las empresas estadounidenses, volver a fijar unos precios monopolísticos.


Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos —con su supremacía industrial sin competencia— acabó por liberalizar -nunca totalmente- el comercio y pasó a liderar la causa del libre comercio.




¿Cómo, de verdad, se hicieron ricos los países ricos?

La respuesta corta a esta pregunta es que los países desarrollados no llegaron a donde ahora están mediante las políticas y las instituciones que recomiendan actualmente a los países en desarrollo. En su mayor parte, pusieron en práctica políticas comerciales e industriales "malas”, tales como políticas de protección a la industria naciente y subsidios a la exportación, prácticas que hoy en día son desaprobadas, cuando no activamente rechazadas, por la OMC (Organización Mundial del Comercio). Hasta que no estuvieron bastante desarrollados (es decir, hasta finales del siglo XIX o principios del XX), los países desarrollados contaron con muy pocas de las instituciones consideradas esenciales para los países en desarrollo actuales, incluyendo instituciones tan "básicas" como los bancos centrales y las sociedades de responsabilidad limitada.

Pero en el post de hoy no venía a contar los densos detalles sobre la historia arancelaria internacional, sino que creo que será más entretenido para el lector conocer alguna de las estrategias nacionales que existieron, incluso en las que intervenían el Rey, para robar mano de obra cualificada extranjera, o para evitar que ésta fuera adquirida por alguna potencia enemiga.

Los gobiernos apoyaron las adquisiciones de tecnología foránea, a veces por medios legales, tales como la financiación de viajes de estudios y estancias de aprendizaje, y otras a través de medidas ilegales, que incluían el apoyo al espionaje industrial, la introducción de máquinas de contrabando y la negativa a reconocer las patentes extranjeras. El desarrollo de las capacidades tecnológicas internas se incentivó mediante la concesión de ayudas económicas para investigación y desarrollo, educación y formación profesional. También se tomaron medidas para aumentar el conocimiento de las tecnologías avanzadas (por ejemplo, la creación de fábricas modelo, la organización de exposiciones, la exención de impuestos a la maquinaria importada por las empresas del sector privado). Además, algunos gobiernos crearon mecanismos institucionales que facilitaban la cooperación público-privada (por ejemplo, empresas de capital mixto y asociaciones industriales estrechamente vinculadas al gobierno).

El caso de Inglaterra, dado el largo tiempo en que mantuvo su posición de "economía frontera”, es muy claro a este respecto, pero también otros países usaron medidas similares según sus posibilidades. Inglaterra puso en práctica medidas para controlar la transferencia de tecnología a sus competidores potenciales (por ejemplo, controles sobre la migración de mano de obra cualificada o la exportación de maquinaria) y presionó a los países menos desarrollados para que abrieran sus mercados, en caso necesario por la fuerza. Sin embargo, las economías que intentaban actualizarse y que no eran colonias formales ni informales no se resignaron sencillamente a aceptar estas medidas restrictivas, sino que emplearon una amplia gama de medidas para intentar superar los obstáculos creados por esas restricciones, recurriendo incluso a medios "ilegales”, tales como atraer a trabajadores extranjeros o al contrabando de maquinaria.



El caso de Inglaterra

Inglaterra entró en su era post-feudal (siglos XIII y XIV) como una economía relativamente atrasada. Antes de 1600 era una importadora de tecnología proveniente de la Europa continental. A pesar de su atraso, su economía se basaba en exportaciones de lana virgen y, en menor medida, de tejidos de lana de bajo valor añadido (lo que entonces se conocía como "tela corta”) a los entonces más avanzados Países Bajos. Se cree que Eduardo III (1337-77) fue el primer rey que intentó deliberadamente desarrollar la fabricación local de tejidos de lana. Sólo usaba ropa confeccionada con tejidos ingleses para así dar ejemplo al resto del país; trajo tejedores flamencos, centralizó el comercio de la lana virgen y prohibió la importación de tejidos de lana.

Los monarcas de la dinastía Tudor siguieron impulsando el desarrollo de esta industria con lo que sólo puede describirse como una política de promoción deliberada de la industria naciente. Especialmente Enrique VII (1485-1509) e Isabel I (1558 -1603), transformaron Inglaterra de ser un país que se basaba principalmente en la exportación de lana virgen a los Países Bajos en la nación más importante del mundo en lo que respecta a la manufactura de la lana. Concretamente, Enrique VII puso en práctica maneras de promover la manufactura de la lana británica. Entre otras medidas, se enviaron misiones reales para identificar lugares adecuados para la manufactura de la lana, se trajeron trabajadores cualificados de los Países Bajos, se aumentaron los impuestos y hasta se prohibió temporalmente la exportación de lana virgen.

Resulta difícil establecer la importancia relativa de los factores antes mencionados para explicar el éxito británico en la manufactura de la lana. Sin embargo, sí parece claro que, sin lo que no puede ser descrito de otro modo que como el equivalente del siglo XVI a la moderna estrategia de promoción de la industria naciente puesta en práctica por Enrique VII y proseguida más tarde por sus sucesores, habría resultado muy difícil, si no necesariamente imposible, que los británicos lograran este éxito inicial en la industrialización: sin esta industria clave, que explica al menos la mitad de los ingresos británicos en concepto de exportaciones durante el siglo XVIII, su Revolución Industrial podría haber resultado, como mínimo, muy difícil.


Espionaje industrial y robo de talento humano

Durante los siglos XVI al XVIII, varias naciones europeas implementaron leyes estrictas para evitar la emigración de trabajadores cualificados, considerando este conocimiento técnico como un secreto de estado y un activo nacional. Estas leyes reflejaban el pensamiento mercantilista dominante que veía la retención de habilidades y conocimientos como vital para la prosperidad nacional. En Inglaterra de hecho, se crearon varias leyes:

- Los Estatutos de Artesanos (Statute of Artificers) de 1562, que restringían la movilidad laboral
- El "Act to prevent the seducing of Artificers to foreign Parts" de 1718

Y en algunos casos, la emigración no autorizada de artesanos se castigaba con la pérdida de ciudadanía, confiscación de propiedades e incluso la muerte.

Y por si la estrategia tecnológica y fiscal fallaba, la Reina Isabel I de Inglaterra (1533-1603), quien estableció una red de espionaje dirigida por Sir Francis Walsingham que, además de sus funciones políticas, buscaba activamente secretos comerciales y técnicos de otras naciones, particularmente de los Países Bajos y Venecia.

Uno de los casos más conocidos es el del Rey Federico el Grande de Prusia (1712-1786). Este gobernante desarrolló una estrategia deliberada para obtener secretos industriales y tecnológicos de otros países europeos, especialmente en el campo de la manufactura de porcelana. En aquella época, la porcelana de Meissen (Sajonia) era extremadamente valiosa y su proceso de fabricación era un secreto industrial bien guardado. Para lograrlo, Federico el Grande llevó a cabo las siguientes acciones:
- Reclutó a Johann Friedrich Böttger, un alquimista que había trabajado en la fábrica de porcelana de Meissen
- Estableció la Real Fábrica de Porcelana de Berlín (KPM) en 1763 usando conocimientos robados
- Desarrolló redes de espías e informantes para adquirir tecnologías extranjeras


Así que me preguntó que estará ocurriendo estos días entre las Big Tech de la inteligencia artificial y otras empresas.





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30/3/25

¿Y si automatizásemos el descubrimiento científico?

«Imaginemos que las piezas de un puzzle se diseñan y crean de forma independiente y que, al recuperarlas y ensamblarlas, revelan un patrón no diseñado, no intencionado y nunca antes visto, pero un patrón que despierta interés e invita a la interpretación. Estoy convencido de que las piezas de conocimiento creadas de forma independiente pueden albergar un patrón invisible, desconocido e involuntario». - Don R. Swanson


En el panorama en rápida evolución de la inteligencia artificial y la robótica, una de las aplicaciones más intrigantes es el potencial para automatizar el descubrimiento científico. La cuestión no es simplemente si las máquinas pueden generar hipótesis, sino si pueden descubrir conexiones valiosas que los investigadores humanos pasan por alto debido al enorme volumen de literatura científica.

Esta exploración se sitúa en la fascinante intersección de la IA, la recuperación de información y la innovación científica.


La naturaleza combinatoria de la innovación

Una teoría convincente sobre la innovación sugiere que los descubrimientos más valiosos surgen de combinaciones novedosas de ideas existentes. Como demuestra la investigación científica, no se trata de una mera especulación filosófica, sino que existen pruebas empíricas sustanciales que respaldan este punto de vista.

Este concepto, conocido como «innovación combinatoria», combinatorial innovation, sugiere que las nuevas ideas son esencialmente configuraciones novedosas de componentes preexistentes. Tal y como explica el autor Matt Clancy en su blog, incluso la famosa bombilla de Thomas Edison puede entenderse de este modo: Edison probó miles de materiales diferentes combinados con su aparato antes de encontrar un filamento que funcionara. Una vez inventada, la propia bombilla se convirtió en un componente que podía combinarse con otras tecnologías para crear lámparas de escritorio, faros y mucho más.

El método científico como ciclo: La observación conduce a la investigación, la hipótesis, la prueba, el análisis y la comunicación de conclusiones, que a su vez alimentan nuevas observaciones. Cada etapa representa una oportunidad para que la IA ayude al descubrimiento.



Si suponemos que la ciencia es un sistema completamente cerrado en el que nuestros científicos modelo están confinados en laboratorios sin ventanas -sus conocimientos sobre el mundo exterior proceden únicamente de una biblioteca de artículos científicos-, entonces las nuevas observaciones realizadas por estos científicos dependerían necesariamente de las conclusiones comunicadas por otros científicos.

Pero esto no se acerca a la realidad. De hecho, los científicos pasan tiempo fuera de sus laboratorios sin ventanas. Pueden hacer observaciones sobre el mundo que no proceden de algo que han leído. Tienen amigos y colegas con los que a veces discuten estas observaciones, y estas discusiones normalmente no se escriben ni se publican.

A pesar de estas deficiencias, la simplicidad de este modelo de ciencia basado en agentes tiene propiedades computacionales atractivas. Algunas teorías combinatorias de la innovación sugieren que los nuevos descubrimientos son el resultado de combinaciones únicas de conceptos preexistentes, por lo que puede que ni siquiera necesitemos suponer que estos científicos son competentes; sólo necesitamos un número suficiente de ellos para explorar de forma eficiente el espacio combinatorio de hipótesis plausibles. Dado el reciente crecimiento de las capacidades de procesamiento del lenguaje natural, la dependencia exclusiva de este modelo simplificado del texto científico como base para nuevas observaciones científicas suscita una pregunta: ¿podríamos automatizar este modelo de científicos y extraer nuevas observaciones científicas únicamente de la literatura científica?



Innovación combinatoria (Combinatorial innovation)

Hace dos décadas, Martin Weitzman, ya fallecido, esbozó las fascinantes implicaciones de los modelos de innovación combinatoria. En su obra de 1998, Weitzman describía la innovación como la combinación de dos ideas o tecnologías existentes que, con una inversión adecuada en I+D y unas circunstancias afortunadas, da lugar a un nuevo concepto o tecnología. Weitzman lo ilustró con la búsqueda de Thomas Edison de un material adecuado para el filamento de las bombillas. Edison probó miles de materiales diferentes en combinación con el diseño de su bombilla antes de encontrar la combinación perfecta. Este proceso no es exclusivo de la bombilla: prácticamente cualquier innovación puede considerarse una nueva combinación de componentes ya existentes.

Un punto importante es que, una vez que se combinan con éxito dos componentes, la nueva idea resultante se convierte en un componente que se puede combinar con otros. Para ampliar el ejemplo de la bombilla de Weitzman, una vez inventada la bombilla, podían inventarse nuevos inventos que utilizaran bombillas como componente tecnológico: cosas como lámparas de escritorio, focos, faros, etcétera.

Uno de los primeros en investigar las posibilidades de automatizar los descubrimientos científicos fue Don R. Swanson. Swanson, uno de los primeros lingüistas computacionales y científicos de la información, sentó las bases de lo que se convertiría en el campo del descubrimiento basado en la literatura en un artículo de 1986 titulado «Undiscovered Public Knowledge» (Swanson, 1986). En él, Swanson sostiene que la organización distribuida y en profundidad de la empresa científica genera un importante conocimiento latente que, si se recupera y combina adecuadamente, podría dar lugar a nuevos descubrimientos científicos.

Swanson desarrolló el «procedimiento ABC», según el cual las relaciones existentes entre los conceptos A↔B y B↔C podrían revelar conexiones A↔C no descubiertas. Sus exitosas aplicaciones incluyeron la vinculación del aceite de pescado con el tratamiento del síndrome de Raynaud, del magnesio con el alivio de la migraña y del atletismo de resistencia con el riesgo de fibrilación auricular, todo ello validado posteriormente por ensayos clínicos.

Lo que hace especialmente fascinante el trabajo de Swanson es el contexto personal que subyace a sus descubrimientos. Como revela la bibliografía, el propio Swanson padecía el síndrome de Raynaud y migrañas frecuentes. A pesar de ser un ávido corredor que completó una media maratón a los 80 años, sufrió una fibrilación auricular crónica que acabó provocándole un derrame cerebral en 2007, lo que puso fin tanto a su carrera como a la científica. Sus propios problemas de salud probablemente guiaron su interés por la investigación, un recordatorio de que incluso los descubrimientos científicos «objetivos» suelen estar impulsados por la experiencia personal.

La evolución de los métodos manuales de Swanson a las modernas técnicas de IA representa un salto cuántico en nuestra capacidad para extraer conocimientos ocultos.

Investigadores como Tshitoyan et al. (2019) han demostrado que los algoritmos de aprendizaje no supervisado pueden capturar relaciones significativas entre conceptos científicos. Mediante el análisis de 3,3 millones de resúmenes de ciencias de los materiales publicados entre 1922 y 2018, crearon representaciones vectoriales que predijeron con éxito futuros materiales termoeléctricos antes de que se confirmaran experimentalmente.

Uno de los hallazgos más notables fue que sin ningún conocimiento científico previo codificado, el modelo Word2Vec aprendió a realizar aritmética vectorial significativa que coincidía con las propiedades físicas reales.


La extraña dinámica de la innovación combinatoria

Uno de los aspectos más fascinantes de la innovación combinatoria es su peculiar patrón de crecimiento. Martin Weitzman demostró en 1998 que los procesos combinatorios empiezan lentamente pero acaban explotando en productividad.

Para ilustrar este concepto, contrastemos un ejemplo sencillo pero contundente: Empiece con 100 ideas. Las posibles parejas únicas que se pueden crear son 4.950. Si sólo el 1% de estas combinaciones producen nuevas ideas viables, tendríamos 49 nuevas ideas. Ahora tenemos 149 ideas, que pueden formar 11.026 pares posibles. Tras eliminar las 4.950 que ya hemos investigado, quedan 6.076 nuevas combinaciones por explorar. Si el 1% de ellas son viables, añadimos 61 ideas más. El proceso continúa, y cada iteración produce más y más ideas.

El crecimiento de las ideas a través de la innovación combinatoria: Al principio, el crecimiento se asemeja a un proceso exponencial, pero en el periodo 6 se produce una explosión en la que las nuevas ideas de cada periodo empequeñecen todo el conocimiento acumulado anterior.

Lo sorprendente es que este patrón refleja fielmente la historia de la innovación humana y el crecimiento económico:



En realidad, el autor Matt Clancy también recopila algunas formas interesantes de medir cómo se combinan las viejas ideas en los trabajos de investigación para obtener las nuevas ideas más impactantes. Bastante interesante, en mi opinión.

El Proceso de Poincaré: Cómo las grandes mentes buscan en el espacio combinatorio

Henri Poincaré, uno de los matemáticos más grandes de la historia, ofreció una visión extraordinaria de cómo la mente humana navega por los espacios combinatorios en su ensayo sobre la creación matemática:

«Una noche, en contra de mi costumbre, bebí café solo y no pude dormir. Las ideas surgían en tropel; las sentía chocar hasta que los pares se entrelazaban, por así decirlo, formando una combinación estable. A la mañana siguiente había establecido la existencia de una clase de funciones fuchsianas, las que proceden de la serie hipergeométrica; sólo tenía que escribir los resultados, lo que me llevó unas pocas horas».


Poincaré reconocía que para innovar con éxito es necesario navegar eficazmente por el vasto paisaje combinatorio:

«Inventar, he dicho, es elegir; pero la palabra quizá no sea del todo exacta. Hace pensar en un comprador ante el que se expone un gran número de muestras y que las examina, una tras otra, para elegir. En este caso, las muestras serían tan numerosas que no bastaría toda una vida para examinarlas. Esta no es la realidad. Las combinaciones estériles ni siquiera se presentan a la mente del inventor. Nunca aparecen en el campo de su conciencia combinaciones que no sean realmente útiles, salvo algunas que él rechaza pero que tienen hasta cierto punto las características de las combinaciones útiles


Esta descripción coincide precisamente con lo que esperamos que puedan lograr los sistemas de IA: navegar de forma eficiente por el espacio combinatorio para identificar combinaciones prometedoras que los humanos podrían pasar por alto.


Conclusión: El mundo por descubrir del conocimiento científico

Ya hemos experimentado muchas formas de automatización del proceso de innovación:
- el tratamiento de textos automatiza ciertas tareas de composición tipográfica asociadas a la redacción de nuestros resultados
- los paquetes estadísticos automatizan análisis estadísticos que antes se realizaban a mano o escribiendo código personalizado
- Google ha «automatizado» el recorrido por las estanterías de la biblioteca y el hojeo de revistas antiguas
- Elicit automatiza muchas partes del proceso de revisión bibliográfica.
- AphaFold automatiza el descubrimiento de la estructura tridimensional de las proteínas.
- La demostración automatizada de teoremas puede hacer justo lo que su nombre indica.

El crecimiento exponencial de la literatura científica significa que ningún investigador puede dominar todos los conocimientos pertinentes, ni siquiera dentro de especialidades muy concretas. Sólo las ciencias de la vida cuentan con más de 37 millones de artículos en la base de datos bibliográfica OpenAlex, la mayor cantidad de cualquier materia. Dentro de este vasto océano de conocimientos, es probable que permanezcan ocultas innumerables conexiones valiosas.

La cuestión última no es si la IA puede acelerar la ciencia, sino si sus recursos cognitivos pueden escalar con la suficiente rapidez para seguir el ritmo del crecimiento explosivo de las posibilidades combinatorias.

Las herramientas de IA que nos ayudan a navegar y conectar conocimientos entre dominios no sustituirán a los científicos humanos, sino que se convertirán en sus compañeros esenciales en la exploración. El futuro no pertenece a quienes confían ciegamente en la IA ni a quienes la rechazan por completo, sino a quienes aprenden a convivir con estas nuevas herramientas, aprovechando sus puntos fuertes y compensando sus puntos débiles mediante la creatividad humana, el pensamiento crítico y la validación experimental.

Los grandes modelos de lenguaje (LLM), como Deep Research, representan una nueva y poderosa herramienta en este proceso de descubrimiento combinatorio. Al procesar y conectar eficazmente conceptos de millones de artículos científicos, los LLM pueden identificar patrones y relaciones que, de otro modo, permanecerían ocultos en nuestro fragmentado panorama científico. Al igual que Swanson conectó manualmente literatura dispar para descubrir avances médicos, los LLM modernos pueden realizar conexiones similares a una escala y velocidad sin precedentes. Sin embargo, el enfoque más productivo probablemente reflejará la idea de Poincaré: estas herramientas no se limitarán a generar combinaciones aleatorias, sino que ayudarán a los investigadores a navegar por el vasto espacio combinatorio de forma más eficiente, destacando las conexiones prometedoras que merezcan una mayor investigación. En este paradigma emergente, los científicos humanos que desarrollen relaciones simbióticas con estos sistemas de IA -guiando su exploración al tiempo que aprovechan sus capacidades de reconocimiento de patrones- abrirán nuevas fronteras de descubrimiento científico que ni los humanos ni las máquinas podrían alcanzar por sí solos.




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