Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

9/11/20

Teléfonos móviles y ancianos. Todos somos animales de Pavlov

Hace poco, buscando material de lectura en mi trabajo, encontré un estudio de 2016 que estudiaba la relación de la percepción de soledad en los ancianos y su uso del teléfono móvil. Los autores de ese estudio nunca imaginaron una situación apocalíptica de soledad y residencias de ancianos, en ocasiones, convertidas en el peor de los castigos posibles, como la que hemos tenido este año en España. Todas las ideas sobre naturaleza humana y relación con la tecnología no dejan de sorprenderme, así que cogí el artículo con interés. 

El estudio en cuestión, titulado Phone Behaviour and its relationship to loneliness in older adults, y publicado en la revista Aging Mental Health, los autores trabajaron con 26 ancianos de California de alrededor de 86 años, de los cuales el 88% eran mujeres. Básicamente, el estudio se basa en la monitorización del número de llamadas salientes y entrantes que realizan estas personas durante unos 174 días. Para medir la soledad, emplean cuestionarios con estas personas. Algo que en el aburrido mundo de la investigación, es lo más habitual, por otra parte. El estudio estaba muy interesado también en identificar si el hecho de llamar a mucha gente era sinónimo de realización personal, o si en cambio, era una compañía artificiosamente creada, como los 2.500 amigos en Facebook a los que no conocemos.

Fuente

Tras este tiempo de evaluación, los investigadores se muestran contentos con los resultados, ya que son coherentes con otros estudios previos -algo de lo que el autor de este blog no puede hablar, ya que desconoce esta disciplina. Pero los autores, que son los que en teoría saben, dicen que hay una clara correlación entre sentimiento de soledad y el menor número de llamadas recibidas. Según explican, en los niveles bajos de soledad, los participantes en el estudio tienden a iniciar llamadas de teléfono nuevas, quizás con cierta ansiedad, para cubrir ese estrés solitario que amenaza. Sin embargo, llega un momento en que el teléfono ni suena, y es ahí donde se empieza a disparar el diabólico sentimiento.

Por esa razón, no dejo de pensar en todas las noticias que hemos leído en esta pandemia sobre las vídeollamadas de Zoom que todos hemos hecho, o la necesidad de llamarnos unos a otros... parece que hagamos malabares con l@s posibles números de teléfonos a marcar, bordeando la línea entre ser un pelma y una persona amigable, con tal de alejar a esos amagos de silencios demasiado prolongados, falta de noticias y apariencia de que no importamos a nadie

Llevo un tiempo defendiendo en que el móvil es como una máquina tragaperras, un artilugio que ha conseguido engancharnos de tal manera gracias a sus notificaciones, ruiditos, alarmas, mensajes, que lo hemos asimilado como un efecto recompensa en el organismo. La simple notificación del móvil libera una pequeña dosis de dopamina en todos nosotros. Somos perros de Pavlov, y no lo sabíamos.

En contra del artículo, yo diría que la muestra empleada en este estudio es muy reducida, 26 personas. Aunque como no soy experto en este área, desconozco qué se considera una muestra válida. 

Pero independientemente de este escepticismo, me vuelve a corroborar que las relaciones humanas se parecen a un castillo de naipes, donde desde los dos, o múltiples lados, de las relaciones, tenemos que ir añadiendo nuevos pisos de cartas, y arreglando los pisos anteriores a la vez. Las llamadas entrantes para unos, son salientes para otros, y conviene turnarse en este ritual.



Más datos científicos sobre la soledad

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2/11/20

Identidad digital: no tenemos dónde escondernos

La privacidad se ha convertido en una palabra muy grande y en un estandarte tras el que esconderse. Tal y como a todos los lectores les vendrá a la mente, su principal alusión hoy en día es el de la protección de datos personales por parte de las grandes empresas de internet. En este artículo, pretendo explicar brevemente que exigir ‘privacidad’ sin hilar fino, no tiene sentido. Además, el diablo está en los detalles. Un spoiler para los que no se quieran leer el artículo: no tenemos dónde escondernos.

Es inevitable que cualquier página que visitamos reciba una serie de nuestros preciados datos. Nuestra IP, la última web visitada, la hora y frecuencia de visita a la página de destino, o incluso nuestra zona geográfica. La Asociación Española de Protección de Datos entiende la anonimización como la ruptura de la cadena de identificación de las personas. Es decir, que incluso la entidad que anonimiza los datos, no pueda revertir el proceso. ¿Estamos únicamente interesados en dejar rastros digitales, huellas en la arena de bits, pero sin que puedan saber que son nuestros? No es tan fácil.

Un equipo de investigadores de Facebook publicó en 2014 un artículo sobre ‘a qué se parece el amor’. En él, se puede ver una interesante gráfica que relaciona el número de mensajes intercambiados entre dos personas a lo largo de los días:


Y para los curiosos, hay otra gráfica para los divorcios.


Según la definición que nos hemos autoimpuesto un par de párrafos antes, cumplimos que seamos anónimos. Facebook puede no conocer nuestra edad, procedencia, sexo… pero a la hora de interaccionar con otros usuarios, se revela algo íntimo de nosotros. Ni siquiera está claro jurídicamente si esta inferencia de datos a partir de otros usuarios se debe tratar como un dato inherente a una persona o no. Pero lo que sí que es nítido, es que nuestra reacción ante un posible anuncio de viaje romántico que nos lance Facebook a nuestro muro será diferente si estamos en un momento cercano al comienzo de la relación.

Esta idea lleva siendo uno de los grandes caballos de batalla de las tecnologías de la información en los últimos años. Debemos considerar a la privacidad colectiva como una extensión de la individual.

Pensemos en otro ejemplo: una institución médica publica algunos datos de miles de pacientes. En ellos se enumera la edad, el sexo y su patología. La publicación de estos resultados es perfectamente legal. Sin embargo, existen otras bases de datos perfectamente consultables, como el censo. Y si cruzamos ambas bases de datos en la misma región, ¿cuántos hombres habrá, de 50 años, de la provincia de León, con diabetes e hipotiroidismo? En el año 2000, unos investigadores de la universidad de la universidad Carnegie Mellon, llegaron a la conclusión de que con tres simples datos identifican al 87% de los ciudadanos de EEUU. Se trata del código postal, fecha de nacimiento y sexo. En total, tres únicos bits de información. De nuevo, en cada una de las listas, hemos cumplido la premisa de que en cada una de ellas no digamos quiénes somos.

Anunciaron el Reglamento Europeo de Protección de Datos Personales a bombo y platillo, el cual es alabado y denostado a partes iguales. Lo primero, por prevenir que nuestros datos sean como una lonja para cualquier entidad. Y en cuanto a lo segundo, porque ese mismo control impide que surjan empresas como Facebook en Europa. Sin embargo, el RGPD, como otras muchas leyes, es una conjunto de normas áridas, cuyo cumplimiento, implicación y alcance está fuera de las entendederas de cualquier persona no experta en ello.

En este código europeo, se introduce la seudoanimización de los datos, un concepto nuevo. Su definición es aquella información que, sin incluir los datos denominativos de un sujeto, permiten identificarlo mediante información adicional, siempre que ésta figure por separado y esté sujeta a medidas técnicas y organizativas destinadas a garantizar que los datos personales no se atribuyan a una persona física identificada o identificable.

Los propios bancos, en sus páginas web, anuncian que la única manera de conseguir un préstamo ahora, no es hablar con el gestor de toda la vida, sino convencerle al algoritmo. Estas líneas de código, programadas obedientemente por algún equipo de desarrolladores de renombre, con patentes y probablemente con el respaldo de una startup, será implacable en conocer algo más que tus datos personales, sino incluso tu futuro personal. El RGPD nos otorga derecho a conocer cómo funciona un algoritmo automático en las decisiones que toma sobre nosotros, pero al mismo tiempo, parece que las leyes de propiedad intelectual prevalecen sobre estos derechos ciudadanos. Es el mercado, amigo.

La privacidad es una palabra muy grande. Tanto, que tiene grietas, fugas y por los que solo cabe gente muy habilidosa. No tenemos dónde escondernos, ni nos han dicho cómo nos buscan.





Este artículo salió originalmente publicado en la revista de investigación, DYNA, a la que recomiendo que echéis un vistazo.

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