La privacidad se ha convertido en una gran preocupación en los últimos tiempos. Todos relacionamos la privacidad con la protección de datos personales por parte de las grandes empresas de Internet. En este artículo pretendo explicar brevemente que exigir «privacidad» sin afinar no tiene sentido. El diablo está en los detalles. Un spoiler para quienes no quieran leer el artículo: no tenemos dónde escondernos.
Es inevitable que cualquier página que visitemos reciba una serie de nuestros preciados datos. Nuestra IP, la última web visitada, la hora y frecuencia de visita a la página de destino, o incluso nuestra zona geográfica. Habitualmente, las instituciones de Protección de Datos declaran la anonimización como la ruptura de la cadena de identificación de las personas. Es decir, ni siquiera la entidad que anonimiza los datos puede revertir el proceso. No es tan fácil.
Un equipo de investigadores de Facebook publicó en 2014 un artículo sobre 'a qué se parece el amor'. En él, se puede ver un interesante gráfico que relaciona el número de mensajes intercambiados entre dos personas a lo largo de los días:
Y para los curiosos, hay otro gráfico para los divorcios.
Estas imágenes me vuelven loco, no dejan de alucinarme.
Según la definición que nos hemos autoimpuesto un par de párrafos antes, individualmente podríamos ser anónimos. Puede que Facebook no sepa nuestra edad, procedencia, sexo... pero a la hora de interactuar con otros usuarios, algo íntimo de nosotros queda al descubierto. Ni siquiera está claro jurídicamente si esta inferencia de datos de otros usuarios debe tratarse como datos inherentes a una persona o no. Pero lo que está claro es que nuestra reacción ante un posible anuncio de viaje romántico que Facebook publique en nuestro muro será diferente si estamos cerca del inicio de la relación.
Deberíamos considerar la privacidad colectiva como una extensión de la privacidad individual.
Pensemos en otro ejemplo: una institución médica publica algunos datos de miles de pacientes. Enumera su edad, sexo y patología. La publicación de estos resultados es perfectamente legal. Sin embargo, existen otras bases de datos perfectamente consultables, como el censo. Y si cruzamos ambas bases de datos en una misma región, ¿cuántos hombres de 50 años habrá en Wyoming con diabetes e hipotiroidismo? En el año 2000, investigadores de la Universidad Carnegie Mellon llegaron a la conclusión de que tres simples datos identifican al 87% de los ciudadanos estadounidenses. Se trata del código postal, la fecha de nacimiento y el sexo. En total, tres simples datos. De nuevo, en cada una de las listas se cumple la premisa de que en cada una de ellas no decimos quiénes somos.
Los temores culturales sobre la capacidad del Estado o de las grandes empresas para rastrear a sus ciudadanos han circulado al menos desde la década de 1930, cuando el New Deal dio paso a la Seguridad Social y cundió el pánico a que se nos asignara un número de identificación que nos siguiera hasta la tumba. Estos temores continuaron durante la década de 1950 con el Miedo Rojo, los juramentos de lealtad y las cruzadas anticomunistas del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes. Sin embargo, el Congreso no dedicó mucha atención a la privacidad de los ciudadanos hasta la década de 1960, cuando las preocupaciones alcanzaron nuevas cotas, gracias en parte a los avances tecnológicos. Casi 70 años después, estas amenazas vuelven a aparecer.
Ya veremos.