/*JULIAN: CÓDIGO CLAUDE /*FIN JULIAN abril 2025 ~ El blog de Julián Estévez

Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

10/4/25

No tenemos ni idea realmente de cuánto importa el factor humano en los accidentes

Hablemos de seguridad vial. Hablemos más exactamente del peso del factor humano como causante de los accidentes de tráfico. Este artículo busca arrojar algo de luz al creciente número de afirmaciones de que el error del conductor es responsable de hasta el 94% de los accidentes de tráfico. Esta afirmación se ha utilizado para justificar normas más estrictas para los conductores y ha alimentado la fiebre por poner en circulación coches autónomos, a pesar de que la tecnología dista mucho de ser perfecta.

Sin embargo, un análisis más detallado de los datos revela que, si bien es cierto que los conductores causan muchos accidentes, el porcentaje no se acerca en absoluto al más del 90 % que se suele citar.

Recordemos: El punto clave a considerar aquí es la afirmación de que el error del conductor es responsable del 94 % de los accidentes, como podemos leer en tantos sitios web serios, y la fuente aparente de toda esta información es un estudio de la NHTSA. Es importante no aceptar ciegamente afirmaciones como «X causa el 94 % de Y» o «X aumenta Y en un 94 %» sin evaluar críticamente la fuente y, sobre todo, sin comprender los criterios específicos utilizados para definir los casos a los que se hace referencia.

Cuando uno se topa con afirmaciones de este tipo, siempre debe preguntarse: «¿De dónde ha salido esa cifra?».

Vayamos a la fuente: la estadística del 94% se originó en una publicación de 2015 de la NHTSA Traffic Safety Facts titulada (la traducción es mía) «Razones críticas de los accidentes. Encuesta Nacional de Causalidad de Accidentes de Automóviles.» Allí, en un documento de dos páginas la NHTSA resumía que:

La Encuesta, realizada entre 2005 y 2007, tenía como objetivo recopilar información en el lugar de los hechos sobre los acontecimientos y los factores asociados que conducen a las colisiones en las que se ven implicados vehículos ligeros. [...] Se investigó una muestra ponderada de 5.470 colisiones durante un periodo de dos años y medio, lo que representa una cifra estimada de 2.189.000 colisiones en todo el país. Se calcula que en estas colisiones se vieron implicados unos 4.031.000 vehículos, 3.945.000 conductores y 1.982.000 pasajeros. En el 94% (±2,2%) de los accidentes se atribuyó al conductor el motivo crítico, que es el último acontecimiento de la cadena causal del accidente.




Estas razones críticas del conductor se desglosan en otras cinco categorías en el cuadro siguiente:


Aunque la NHTSA advirtió en el siguiente párrafo:


 

La otra fuente de información que se suele citar se titula Tri-level Study of the Causes of Traffic Accidents (1979), que concluyó que el error del conductor estaba implicado en el 92,6% de los accidentes.

El estudio Tri-level es algo confuso, pero uno de sus autores, Shinar, explicó en una sesión posterior de preguntas y respuestas que el estudio no afirmaba que el comportamiento de los conductores fuera la causa real de los accidentes. En cambio, mostraba que los accidentes podrían haberse evitado si el comportamiento de los conductores hubiera sido diferente.

Así que podemos ver que en dos importantes fuentes de información «culpables» de extender el 94% del error humano en los accidentes de coche no se pretendía realmente cargar esa responsabilidad al conductor. A menudo, quienes citan la cifra del 94% pasan por alto esta distinción, lo que lleva a muchos a interpretarla erróneamente como una afirmación de causalidad directa.

Es esencial profundizar y plantearse otra pregunta importante: «¿Qué definición operativa utilizaron para decidir cuándo el conductor tenía la 'última oportunidad' de evitar el accidente?».

Una «definición operativa» es una parte crucial, pero a menudo ignorada, de la investigación científica. Es el criterio específico utilizado para clasificar e interpretar los datos. Por ejemplo, el término «abuso» solía referirse únicamente al daño físico, pero ahora incluye también el abuso emocional y verbal. Esta ampliación de las definiciones puede cambiar significativamente el alcance de los datos. Lo mismo ocurre en la investigación sobre seguridad vial. En el caso de la cifra del 94%, es probable que el criterio de «última oportunidad» incluya los casos en los que un conductor podría haber evitado el accidente con un tiempo de respuesta razonable. Sin embargo, esta definición podría inflar el papel del error del conductor, ya que hay muchos factores que pueden influir en que un conductor sea capaz de reaccionar a tiempo, como la complejidad de la situación o la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos.

Además, los estudios sugieren que las organizaciones de seguridad en el transporte podrían estar sobreestimando el papel del comportamiento humano en los accidentes. Un estudio (Holden, 2009) revisó 27 investigaciones de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte (NTSB) y descubrió que 26 de ellas atribuían al error humano como factor contribuyente. Esto plantea la pregunta: «¿Por qué estas fuentes utilizan una definición tan amplia de error humano?».

Como señala Rumar (1982), los investigadores «tienden a utilizar los factores humanos como una caja de chatarra. Cada accidente detrás del cual no encontramos ningún error técnico tiende a explicarse por el factor humano».

Los humanos tienen una capacidad limitada para procesar la información y deben confiar en tres funciones mentales falibles: percepción, atención y memoria. Cuando un conductor no consigue evitar un accidente porque la situación supera estas limitaciones, se suele hablar de «error humano». En realidad, a menudo es la situación la principal responsable, no la respuesta del conductor a ella. Es un sesgo bien conocido del juicio humano cometer el «error fundamental de atribución», sobrevalorar enormemente los factores humanos para infravalorar enormemente los factores de la situación cuando se intenta explicar por qué se han producido los hechos. (TapRoot)


Hay varias razones posibles. Una es el sesgo conocido como «sombrero blanco» (Cope, Allison, 2010), que consiste en distorsionar los hallazgos científicos para promover un objetivo socialmente deseable, como el aumento de la seguridad vial. Al hacer hincapié en los errores de los conductores, organizaciones como la NHTSA pueden crear la apariencia de un problema mayor, lo que lleva a pedir normativas más estrictas o más financiación. También está la cuestión de los incentivos: cuantos más conductores sean culpados, mayor parecerá la crisis, lo que podría justificar mayores presupuestos y más control para las organizaciones de seguridad. Esta estrategia se ha visto en otros ámbitos, como las campañas contra la conducción bajo los efectos del alcohol.



Otro factor en juego es la persistencia de la vieja visión del error humano. En este enfoque tradicional, los accidentes se consideran el resultado de errores humanos, y el sistema se considera seguro hasta que los humanos lo estropean. La nueva perspectiva, sin embargo, entiende el error humano como una consecuencia de problemas sistémicos, en lugar de la causa raíz (Dekker, 2002) (TapRoot). Este cambio de pensamiento no siempre es aceptado por organizaciones como la NTSB, que sigue inclinándose por la antigua visión, incluso cuando las circunstancias sugieren una explicación más compleja. El caso de la Sra. Vasquez, la mujer implicada en el accidente mortal de un coche autónomo de Uber hace unos años, lo demuestra.

También es importante reconocer cómo los sesgos cognitivos moldean la forma en que la gente piensa sobre la causalidad. Esta tendencia a simplificar en exceso los acontecimientos complejos es una parte natural del razonamiento humano, y puede llevar fácilmente a conclusiones distorsionadas sobre los accidentes de tráfico.

Para terminar, no pretendo argumentar que los conductores rara vez causan accidentes. Más bien, mi objetivo es cuestionar el mito de que los conductores son responsables del 94% de los accidentes de tráfico. Incluso si se toman las cifras al pie de la letra, no apoyan la afirmación de la causalidad directa. Y ahora, le invito a leer a través de estos lentes los diversos artículos que afirman que los coches autónomos son más seguros que los humanos, lo cual, en mi opinión, es una realidad. Sin embargo, ¿tiene sentido comparar el rendimiento de estos coches con esta ambigua siniestralidad del factor humano?

Cuestiona siempre las fuentes y las definiciones que hay detrás de ellas, porque es demasiado fácil manipular los datos para contar una historia concreta.

Como dijo sabiamente el filósofo romano Cicerón: «Cui bono?» -¿A quién beneficia? Comprender las motivaciones subyacentes a la investigación es clave para interpretarla correctamente.





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2/4/25

Los aranceles en la historia y el robo de mano de obra cualificada

Tras el comienzo de la Gran Depresión se promulgó el arancel Smoot-Hawley de 1980, según Bhagwati "el acto más visible y dramático de locura anticomercial”. El arancel Smoot-Hawley provocó una guerra arancelaria internacional, debido a que se impuso en un momento poco oportuno —sobre todo por la nueva posición de Estados Unidos como la mayor nación acreedora tras la Primera Guerra Mundial. (Retirar la Escalera, Ha Ho Chang)


Jagdish Bhagwati es considerado como el teórico sobre comercio internacional más creativo de su generación. Y la cita que encabeza este texto viene a contribuir en que estamos muy lejos de vivir los primeros tiempos oscuros de guerra arancelaria en nuestro mundo. Además, otro mito que conviene desbancar cuanto antes es que precisamente Estados Unidos, lejos de la creencia popular, nunca ha sido un profeta del comercio libre internacional.


Durante el siglo XIX Estados Unidos no sólo fue el bastión más poderoso de las políticas proteccionistas sino también su hogar intelectual. En esa época la opinión mayoritaria de los intelectuales estadounidenses era que "el nuevo país necesitaba una nueva economía, una economía basada en instituciones políticas y condiciones económicas diferentes a las prevalecientes en el Viejo Mundo”. Algunos de ellos llegaron a sostener que hasta las industrias estadounidenses internacionalmente competitivas habrían de contar con protección arancelaria debido a la posibilidad de que las grandes empresas pusieran en práctica un dumping depredador para, tras diezmar a las empresas estadounidenses, volver a fijar unos precios monopolísticos.


Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos —con su supremacía industrial sin competencia— acabó por liberalizar -nunca totalmente- el comercio y pasó a liderar la causa del libre comercio.




¿Cómo, de verdad, se hicieron ricos los países ricos?

La respuesta corta a esta pregunta es que los países desarrollados no llegaron a donde ahora están mediante las políticas y las instituciones que recomiendan actualmente a los países en desarrollo. En su mayor parte, pusieron en práctica políticas comerciales e industriales "malas”, tales como políticas de protección a la industria naciente y subsidios a la exportación, prácticas que hoy en día son desaprobadas, cuando no activamente rechazadas, por la OMC (Organización Mundial del Comercio). Hasta que no estuvieron bastante desarrollados (es decir, hasta finales del siglo XIX o principios del XX), los países desarrollados contaron con muy pocas de las instituciones consideradas esenciales para los países en desarrollo actuales, incluyendo instituciones tan "básicas" como los bancos centrales y las sociedades de responsabilidad limitada.

Pero en el post de hoy no venía a contar los densos detalles sobre la historia arancelaria internacional, sino que creo que será más entretenido para el lector conocer alguna de las estrategias nacionales que existieron, incluso en las que intervenían el Rey, para robar mano de obra cualificada extranjera, o para evitar que ésta fuera adquirida por alguna potencia enemiga.

Los gobiernos apoyaron las adquisiciones de tecnología foránea, a veces por medios legales, tales como la financiación de viajes de estudios y estancias de aprendizaje, y otras a través de medidas ilegales, que incluían el apoyo al espionaje industrial, la introducción de máquinas de contrabando y la negativa a reconocer las patentes extranjeras. El desarrollo de las capacidades tecnológicas internas se incentivó mediante la concesión de ayudas económicas para investigación y desarrollo, educación y formación profesional. También se tomaron medidas para aumentar el conocimiento de las tecnologías avanzadas (por ejemplo, la creación de fábricas modelo, la organización de exposiciones, la exención de impuestos a la maquinaria importada por las empresas del sector privado). Además, algunos gobiernos crearon mecanismos institucionales que facilitaban la cooperación público-privada (por ejemplo, empresas de capital mixto y asociaciones industriales estrechamente vinculadas al gobierno).

El caso de Inglaterra, dado el largo tiempo en que mantuvo su posición de "economía frontera”, es muy claro a este respecto, pero también otros países usaron medidas similares según sus posibilidades. Inglaterra puso en práctica medidas para controlar la transferencia de tecnología a sus competidores potenciales (por ejemplo, controles sobre la migración de mano de obra cualificada o la exportación de maquinaria) y presionó a los países menos desarrollados para que abrieran sus mercados, en caso necesario por la fuerza. Sin embargo, las economías que intentaban actualizarse y que no eran colonias formales ni informales no se resignaron sencillamente a aceptar estas medidas restrictivas, sino que emplearon una amplia gama de medidas para intentar superar los obstáculos creados por esas restricciones, recurriendo incluso a medios "ilegales”, tales como atraer a trabajadores extranjeros o al contrabando de maquinaria.



El caso de Inglaterra

Inglaterra entró en su era post-feudal (siglos XIII y XIV) como una economía relativamente atrasada. Antes de 1600 era una importadora de tecnología proveniente de la Europa continental. A pesar de su atraso, su economía se basaba en exportaciones de lana virgen y, en menor medida, de tejidos de lana de bajo valor añadido (lo que entonces se conocía como "tela corta”) a los entonces más avanzados Países Bajos. Se cree que Eduardo III (1337-77) fue el primer rey que intentó deliberadamente desarrollar la fabricación local de tejidos de lana. Sólo usaba ropa confeccionada con tejidos ingleses para así dar ejemplo al resto del país; trajo tejedores flamencos, centralizó el comercio de la lana virgen y prohibió la importación de tejidos de lana.

Los monarcas de la dinastía Tudor siguieron impulsando el desarrollo de esta industria con lo que sólo puede describirse como una política de promoción deliberada de la industria naciente. Especialmente Enrique VII (1485-1509) e Isabel I (1558 -1603), transformaron Inglaterra de ser un país que se basaba principalmente en la exportación de lana virgen a los Países Bajos en la nación más importante del mundo en lo que respecta a la manufactura de la lana. Concretamente, Enrique VII puso en práctica maneras de promover la manufactura de la lana británica. Entre otras medidas, se enviaron misiones reales para identificar lugares adecuados para la manufactura de la lana, se trajeron trabajadores cualificados de los Países Bajos, se aumentaron los impuestos y hasta se prohibió temporalmente la exportación de lana virgen.

Resulta difícil establecer la importancia relativa de los factores antes mencionados para explicar el éxito británico en la manufactura de la lana. Sin embargo, sí parece claro que, sin lo que no puede ser descrito de otro modo que como el equivalente del siglo XVI a la moderna estrategia de promoción de la industria naciente puesta en práctica por Enrique VII y proseguida más tarde por sus sucesores, habría resultado muy difícil, si no necesariamente imposible, que los británicos lograran este éxito inicial en la industrialización: sin esta industria clave, que explica al menos la mitad de los ingresos británicos en concepto de exportaciones durante el siglo XVIII, su Revolución Industrial podría haber resultado, como mínimo, muy difícil.


Espionaje industrial y robo de talento humano

Durante los siglos XVI al XVIII, varias naciones europeas implementaron leyes estrictas para evitar la emigración de trabajadores cualificados, considerando este conocimiento técnico como un secreto de estado y un activo nacional. Estas leyes reflejaban el pensamiento mercantilista dominante que veía la retención de habilidades y conocimientos como vital para la prosperidad nacional. En Inglaterra de hecho, se crearon varias leyes:

- Los Estatutos de Artesanos (Statute of Artificers) de 1562, que restringían la movilidad laboral
- El "Act to prevent the seducing of Artificers to foreign Parts" de 1718

Y en algunos casos, la emigración no autorizada de artesanos se castigaba con la pérdida de ciudadanía, confiscación de propiedades e incluso la muerte.

Y por si la estrategia tecnológica y fiscal fallaba, la Reina Isabel I de Inglaterra (1533-1603), quien estableció una red de espionaje dirigida por Sir Francis Walsingham que, además de sus funciones políticas, buscaba activamente secretos comerciales y técnicos de otras naciones, particularmente de los Países Bajos y Venecia.

Uno de los casos más conocidos es el del Rey Federico el Grande de Prusia (1712-1786). Este gobernante desarrolló una estrategia deliberada para obtener secretos industriales y tecnológicos de otros países europeos, especialmente en el campo de la manufactura de porcelana. En aquella época, la porcelana de Meissen (Sajonia) era extremadamente valiosa y su proceso de fabricación era un secreto industrial bien guardado. Para lograrlo, Federico el Grande llevó a cabo las siguientes acciones:
- Reclutó a Johann Friedrich Böttger, un alquimista que había trabajado en la fábrica de porcelana de Meissen
- Estableció la Real Fábrica de Porcelana de Berlín (KPM) en 1763 usando conocimientos robados
- Desarrolló redes de espías e informantes para adquirir tecnologías extranjeras


Así que me preguntó que estará ocurriendo estos días entre las Big Tech de la inteligencia artificial y otras empresas.





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