/*JULIAN: CÓDIGO CLAUDE /*FIN JULIAN mayo 2025 ~ El blog de Julián Estévez

Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

30/5/25

Vulcan de Amazon: La realidad detrás del hype de los robots industriales

En mayo de 2025, Amazon presentó Vulcan, su primer robot de almacén con sentido del tacto. Más allá del marketing, los datos del despliegue real nos ofrecen una ventana única al estado actual de la robótica industrial: prometedor, pero aún lejos de la perfección sugerida por el bombo mediático. Además, el gigante del comercio electrónico publicó un interesante artículo de investigación sobre los resultados de Vulcan, y esto es precisamente lo que me gustaría traer a este post.

El robot que puede «sentir»

Amazon está intentando utilizar robots para un trabajo que se realiza 14.000 millones de veces al año en sus almacenes. Está claro que si puedes automatizar un trabajo y ahorrar dinero en él, aunque sólo sea una pequeña fracción de céntimo por paquete, supondrá una gran diferencia para tu empresa. Este trabajo consiste simplemente en colocar productos en las estanterías de los almacenes de los centros de envío de Amazon. Como se puede ver en el vídeo, los robots tienen que colocar los paquetes detrás de unas bandas elásticas. Estas bandas impiden que las cajas se muevan durante el transporte. Como anunció Amazon en su blog Amazon Science, se trataba de «un bello problema».




Vulcan representa un salto cualitativo en robótica industrial. A diferencia de robots anteriores que solo "ven" con cámaras, este sistema integra sensores de fuerza y retroalimentación táctil que le permiten ajustar la presión que aplica a cada objeto. En teoría, esto significa que puede manipular desde un frágil jarrón de cristal hasta una caja de herramientas pesada con la delicadeza apropiada.
La tecnología es impresionante:

  • Capacidad: Maneja el 75% de los productos únicos en inventario
  • Operación: 20 horas al día, 7 días a la semana
  • Velocidad: 300 artículos por hora (objetivo)
  • Peso máximo: 8 libras (3.6 kg)

Amazon probó este sistema robótico 100.000 veces para obtener datos suficientes para decidir si el robot funciona realmente bien. Y aquí están los resultados:



La Realidad de los Números: 86% de Éxito

Aquí es donde la historia se vuelve interesante. 

Tasa de éxitos por tipo de tarea:
  • Inserción directa: 90.7% de éxito
  • Tareas complejas (reorganizar objetos): 66.7% de éxito
  • Promedio general: 86% de éxito


Esto significa que 1 de cada 7 intentos falla de alguna manera. En el mundo real de un almacén que procesa millones de paquetes, esto se traduce en:

9.3% de ciclos improductivos (el robot no logra colocar el objeto). 3.7% de objetos que caen al suelo (lo que en Amazon llama amnesty, lo cual creo que es un término propio de logística). 0.2% de daños directos a productos.



El Problema del Agarre: Cuando 80N es Demasiado

Una de las limitaciones más reveladoras del sistema es su enfoque de "talla única" para la fuerza de agarre. Vulcan aplica una fuerza constante de 80 Newtons (aproximadamente 8 kg de fuerza) para sujetar todos los objetos, independientemente de si es una caja de cartón liviana o un libro pesado.

Como señala el propio documento técnico de Amazon: "El sistema actualmente usa una fuerza de sujeción fija de 80N, lo que puede llevar a daños en cajas ligeras".

Esta limitación ilustra perfectamente el estado actual de la robótica: tenemos la tecnología para que un robot "sienta", pero aún luchamos con la implementación de esa información de manera inteligente y adaptativa.


En cuanto a la comparación de productividad entre humanos y robots revela una realidad matizada:
Trabajadores humanos: 243 unidades por hora
Sistema Vulcan: 224 unidades por hora (~92% de velocidad humana)

Sin embargo, la ventaja del robot está en la consistencia: puede mantener ese ritmo durante 20 horas diarias, mientras que los humanos trabajan turnos de 8-10 horas. Además, los humanos muestran mayor variabilidad: son muy rápidos con objetos pequeños pero se ralentizan significativamente con objetos grandes o en ubicaciones difíciles de alcanzar.



Lecciones para el Futuro de la Robótica

Mientras empresas como Boston Dynamics nos deslumbran con robots que bailan y hacen parkour, y Tesla promete robots humanoides que revolucionarán nuestros hogares, Vulcan nos muestra la realidad de la robótica aplicada:

  • Vulcan está diseñado para una tarea específica y la ejecuta relativamente bien. Los robots humanoides prometen versatilidad pero aún luchan con tareas básicas de manera confiable.
  • Problemas Reales vs. Demos Controladas: Los 100.000 intentos de Vulcan incluyen todos los fallos, objetos rotos y situaciones imprevistas. Los videos virales de robots humanoides muestran demos cuidadosamente coreografiadas.
  • Medición del Éxito: Un 86% de éxito suena bien hasta que consideras que significa 14.000 fallos por cada 100.00 intentos en un ambiente controlado con tareas repetitivas.


Vulcan representa fielmente dónde estamos en robótica industrial: hemos hecho avances significativos, pero aún estamos lejos de la autonomía completa que sugiere el marketing. Es un sistema que funciona en entornos reales con productos reales, compite con trabajadores humanos en velocidad, falla de manera predecible y manejable, pero requiere sistemas de respaldo y supervisión humana

Mientras los robots humanoides capturan titulares, son sistemas como Vulcan los que están silenciosamente transformando industrias. No con la elegancia de un bailarín robótico, sino con la determinación persistente de un trabajador que nunca se cansa, aunque a veces apriete demasiado fuerte los paquetes.

La próxima vez que veas un video viral de un robot haciendo algo espectacular, recuerda a Vulcan: exitoso el 86% de las veces, rompiendo ocasionalmente una caja ligera, pero trabajando incansablemente en el mundo real. Esa es la verdadera cara de la revolución robótica actual.

Veremos.






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14/5/25

Cuando el aula se transforma en la nube

Hay algo extrañamente silencioso en la universidad moderna. No en las bibliotecas ni en las aulas, sino en su alma. Los rituales se mantienen: se imprimen los títulos, se asignan los planes de estudio, se envían los enlaces de Zoom. Pero bajo la superficie, algo está desapareciendo.

La educación ya no es un lugar. Se está convirtiendo en un proceso escalable, exportable y cada vez más automatizado. En todo el mundo, los estudiantes universitarios ven inútil asistir a clase.

En Silicon Valley llevan tiempo profetizando este cambio. La educación, argumentan, es un producto ineficaz, hinchado y que debería haber cambiado. ¿Por qué pagar 60.000 dólares al año por una experiencia en un campus cuando se puede seguir la misma clase en un teléfono estropeado en Yakarta? ¿Por qué pasar cuatro años en una residencia universitaria cuando la GPT-5 puede comprimir la lista de lecturas en un fin de semana?

Ya no son ideas marginales. La visión de la educación, respaldada por las empresas, es clara: desagregar el título, atomizar el plan de estudios, personalizar la experiencia. Sustituir al profesor por un instructor. Sustituir el aula por un panel de control. Sustituir al estudiante por un usuario.

Y para muchos, está funcionando.



Las universidades online están en auge: ofrecen títulos por una fracción del coste. En Estados Unidos, la deuda media de los estudiantes ronda los 37.000 dólares. A escala mundial, la educación superior es una industria de 2 billones de dólares. La lógica económica del aprendizaje digital es difícil de ignorar.

¿Pero la lógica cultural? Es más frágil.

Durante décadas, un título universitario no era sólo un certificado: era un símbolo. De ambición, de pertenencia, de movilidad ascendente. Pero los símbolos dependen de la escasez. ¿Qué pasará cuando los títulos sean tan comunes como el Wi-Fi? ¿Qué pasará cuando la distinción entre «enseñado» y «autodidacta» se convierta en semántica?

Ya estamos viendo señales. Los empleadores devalúan silenciosamente las credenciales. Los jóvenes se preguntan si un diploma sigue significando algo, si realmente significa algo. El contrato social se está deshilachando: paga la cuota, haz el trabajo y serás recompensado. Pero, ¿y si el trabajo lo hace la inteligencia artificial? ¿Y si la recompensa ya no es suficiente?

Y luego está la pregunta que nadie quiere formular en voz alta: ¿Qué estamos perdiendo en esta transición?

Es fácil decir que la educación se basa en el conocimiento. Pero cualquiera que haya pisado alguna vez un campus sabe que también se trata de fricción. Se trata de sentarse en aulas donde uno no es la voz más inteligente. Se trata de discusiones nocturnas, seminarios incómodos, política de cafetería. Se trata de aprender a hablar y, a veces, a callarse.

Eso no se puede descargar.

Hace más de cincuenta años, Ivan Illich advirtió que habíamos confundido escolarización con aprendizaje. En Deschooling Society, escribió:

«Se 'escolariza' así al alumno para que confunda la enseñanza con el aprendizaje, el ascenso de curso con la educación, el diploma con la competencia».



Illich soñaba con un mundo en el que las personas pudieran aprender libremente, sin pasar por instituciones. Irónicamente, la IA puede estar construyendo el sistema que él imaginó, pero sin libertad.

Estamos cambiando algo profundamente humano -la presencia compartida- por la eficiencia. Y quizá sea inevitable. Tal vez sea así como se ve el progreso: campus más silenciosos, sistemas más inteligentes, más «elección».

Pero me pregunto si algún día nos daremos cuenta de que no sólo hemos externalizado la educación, sino también la iniciación. Nos hemos quedado con la información y hemos perdido la transformación.



El aula del futuro no tendrá paredes. Puede que ni siquiera tenga profesores. Será rápida, receptiva y extrañamente silenciosa.

Pero en algún lugar de ese silencio, puede que empecemos a preguntarnos si alguna vez tuvo sentido aprender.

Ya veremos.




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13/5/25

El día en que todo dejó de pensar

Hay un tipo particular de silencio que sólo nos visita cuando se apagan las luces.

No es el silencio del sueño, ni siquiera el de la soledad. Es el silencio de los sistemas -cuando el zumbido detrás de las paredes, los parpadeos en el borde de su pantalla, los algoritmos suaves que amortiguan su día ... simplemente se detienen.

Esta semana, ese silencio ha vuelto. No sólo a unas pocas manzanas desafortunadas o a un pueblo azotado por la tormenta, sino a millones de personas. Toda una geografía sin pulso digital.

Y por un momento, el mundo volvió a sentirse viejo.



En su libro When the Lights Went Out: A History of Blackouts in America, el historiador David E. Nye explora cómo responden las sociedades a los apagones. No como meros fallos técnicos, sino como momentos de ruptura cultural. En cada apagón, Nye ve un espejo: un reflejo de quiénes somos, qué priorizamos y cuán frágiles son realmente los sistemas en los que confiamos.

Me he estado preguntando: ¿Qué sueña la inteligencia artificial cuando se va la luz?

Quizá con nada.

Quizá esa sea la cuestión.

Vivimos en una época en la que el «pensamiento» se ha externalizado de forma silenciosa, eficiente y casi invisible. Los sistemas de recomendación eligen lo que leemos. Los planificadores de rutas deciden adónde vamos. Los frigoríficos inteligentes pronto nos dirán lo que nos falta.

Pero nada de eso importa cuando no hay electricidad.

En la oscuridad, toda la inteligencia -artificial o de otro tipo- simplemente... se detiene.

Y esa pausa puede ser lo más humano que experimentemos en toda la semana.

Durante unas horas, la gente tuvo que hablar en lugar de enviar mensajes de texto. Pidieron indicaciones a desconocidos en lugar de preguntar en mapas. Encendieron velas en vez de buscar «las mejores linternas 2025».

Es fácil decir que dependemos demasiado de las máquinas. Pero no creo que sea exactamente eso.

Creo que nos hemos vuelto demasiado poco familiares con la quietud.

La inteligencia artificial no nos destruirá. Tampoco nos salvará. Nos ampliará, a reinos de velocidad, escala y vigilancia. Pero nunca nos enseñará a sentarnos en la oscuridad sin entrar en pánico.

Eso sólo lo consiguen los apagones.






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