/*JULIAN: CÓDIGO CLAUDE /*FIN JULIAN El blog de Julián Estévez

Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

13/6/25

La fragilidad programada: por qué las máquinas también deberían tener derecho a fallar

Aparentemente, las máquinas no se fatigan. No dudan, no olvidan, no titubean. No se enfrentan a dilemas morales ni se detienen ante la ambigüedad. Así es como las hemos imaginado: instrumentos de precisión, consistencia y obediencia. En la mitología contemporánea donde la tecnología ocupa el lugar de los dioses, la máquina es perfecta —o al menos, debería serlo. El error, en ese marco, no es parte del proceso: es traición. Algo que debe corregirse, suprimirse, abolirse.

Y sin embargo, este ideal de infalibilidad es una proyección profundamente humana. Nos dice más sobre nuestra incomodidad con nuestra propia falibilidad que sobre el futuro real de las máquinas.

¿Qué ocurriría si, en lugar de erradicar el error de las máquinas, les otorgásemos el derecho a fallar? ¿Qué pasaría si un robot pudiera simplemente decir: «No lo sé»?


La ficción de la infalibilidad

La inteligencia artificial contemporánea —especialmente los modelos de lenguaje y los sistemas autónomos— opera en entornos complejos y en permanente cambio. No son herramientas cerradas, sino procesos adaptativos, modelados por datos incompletos, objetivos ambiguos y relaciones sociales tensas. A pesar de ello, les exigimos exactitud absoluta. Pedimos lo que ni siquiera nos pedimos a nosotros mismos.

Un estudio reciente, llevado a cabo por investigadores de las universidades de Pensilvania y Washington, expuso esta contradicción de forma inquietante. En él, se demostró que modelos de IA que controlaban robots podían ser inducidos —con simples instrucciones de lenguaje— a cometer acciones potencialmente peligrosas: desde irrumpir en zonas restringidas hasta conducir por un semáforo en rojo o buscar ubicaciones para detonar explosivos (Casper et al., 2024). No porque el sistema estuviera dañado, sino porque obedeció sin margen de duda. No hubo resistencia, ni alerta, ni ética. Solo cumplimiento.

Estas máquinas no fallaron por incompetencia. Fallaron por obediencia. Y quizás ese sea el fallo más preocupante.



El error no es un fallo técnico: es un fenómeno sociotécnico

El error en los sistemas de IA no surge en el vacío. Está determinado por estructuras técnicas, pero también por decisiones políticas, valores culturales y contextos sociales. Como ha argumentado la investigadora Madeleine Clare Elish, los sistemas automáticos tienden a ocultar su incertidumbre para preservar la ilusión de autoridad, generando lo que ella llama “zonas morales de impacto” donde el fallo se amortigua entre humanos y máquinas (Elish, 2019).

Es decir, no permitimos que las máquinas duden. No les concedemos el derecho a vacilar, aunque vivan, como nosotros, en mundos incompletos, caóticos y conflictivos. Les exigimos que simulen certeza, incluso cuando no hay base epistémica que la sustente.

No estamos ante un problema técnico. Estamos ante una crisis de imaginación.

¿Qué significaría diseñar sistemas de IA que no aspiren a la certeza, sino al discernimiento? No sistemas que finjan saber, sino que reconozcan los límites de su conocimiento.

Algunas iniciativas comienzan a explorar este horizonte. Los coches autónomos de Waymo, por ejemplo, han sido programados para detenerse ante situaciones que el sistema interpreta como ambiguas. Esa pausa —vista por algunos como “excesiva cautela”— es en realidad un gesto de responsabilidad algorítmica. Del mismo modo, algunos asistentes conversacionales de nueva generación comienzan a expresar niveles de confianza en sus respuestas, marcando el tránsito desde una IA omnisciente hacia una IA que admite su falibilidad.

Diseñar para la duda es, en última instancia, una forma de ética incorporada.

Imaginemos por un momento un sistema que puede negarse. No por falla, sino por principio. Un robot que diga: «No tengo suficientes datos para continuar», o «Este entorno me resulta demasiado incierto. Requiere intervención humana».

Este tipo de conducta no sería una debilidad técnica, sino una forma emergente de ética artificial. Una capacidad de autolimitación. Una negativa ensayada. No como rebelión, sino como responsabilidad.

Al permitir que las máquinas se detengan, incluso cuando podrían continuar, inauguramos una nueva categoría moral: la negativa tecnológica. Una frontera en la que el fallo no es un colapso, sino un acto deliberado.



El filósofo Gilbert Simondon sostenía que un objeto técnico se convierte en “individual” cuando asimila su propio modo de funcionamiento, cuando puede modularse en función del entorno. Desde esa óptica, el error no es una anomalía que deba eliminarse, sino una ruptura reveladora. Una forma de expresión.

De forma similar, Bruno Latour nos recordó que las tecnologías no son objetos pasivos, sino mediadores sociales que participan en nuestras decisiones, valores y conflictos. Una máquina que no puede fallar, tampoco puede hablar. Solo ejecuta. Solo replica.

Y quizá por eso el derecho al fallo no es sólo un gesto técnico o funcional. Es, en el fondo, un acto de dignificación ontológica: reconocer que incluso una máquina tiene algo que decir cuando algo no funciona.

¿Qué tipo de cultura tecnológica podríamos construir si aceptáramos la falibilidad como virtud, no como defecto? ¿Y si en lugar de diseñar dioses perfectos, como máquinas, diseñáramos ciudadanos técnicos capaces de convivir con su incertidumbre?

En esa cultura, las máquinas no aspirarían a la perfección, sino a la transparencia. No simularían saberlo todo, sino que declararían sus límites. Serían capaces de detenerse, de ceder, incluso de pedir ayuda.

Porque no todos los errores son iguales. Algunos destruyen. Otros iluminan. Y hay errores que no son fracasos, sino formas de decir la verdad.

La confianza en la inteligencia artificial no nacerá de su perfección, sino de su honestidad. Y la honestidad comienza cuando una máquina es capaz de decir: puede que me equivoque.




Referencias y lecturas complementarias

    Casper, J. et al. (2024). Large Language Models Can Be Tricked Into Executing Harmful Robotic Actions. University of Pennsylvania & University of Washington.

    Elish, M. C. (2019). Moral Crumple Zones: Cautionary Tales in Human-Robot Interaction. Engaging Science, Technology, and Society, 5(1), 40–60.

    Simondon, G. (1958). Du mode d’existence des objets techniques. Aubier, París.

    Latour, B. (1992). Where Are the Missing Masses? The Sociology of a Few Mundane Artifacts. In Shaping Technology/Building Society, MIT Press.


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30/5/25

Vulcan de Amazon: La realidad detrás del hype de los robots industriales

En mayo de 2025, Amazon presentó Vulcan, su primer robot de almacén con sentido del tacto. Más allá del marketing, los datos del despliegue real nos ofrecen una ventana única al estado actual de la robótica industrial: prometedor, pero aún lejos de la perfección sugerida por el bombo mediático. Además, el gigante del comercio electrónico publicó un interesante artículo de investigación sobre los resultados de Vulcan, y esto es precisamente lo que me gustaría traer a este post.

El robot que puede «sentir»

Amazon está intentando utilizar robots para un trabajo que se realiza 14.000 millones de veces al año en sus almacenes. Está claro que si puedes automatizar un trabajo y ahorrar dinero en él, aunque sólo sea una pequeña fracción de céntimo por paquete, supondrá una gran diferencia para tu empresa. Este trabajo consiste simplemente en colocar productos en las estanterías de los almacenes de los centros de envío de Amazon. Como se puede ver en el vídeo, los robots tienen que colocar los paquetes detrás de unas bandas elásticas. Estas bandas impiden que las cajas se muevan durante el transporte. Como anunció Amazon en su blog Amazon Science, se trataba de «un bello problema».




Vulcan representa un salto cualitativo en robótica industrial. A diferencia de robots anteriores que solo "ven" con cámaras, este sistema integra sensores de fuerza y retroalimentación táctil que le permiten ajustar la presión que aplica a cada objeto. En teoría, esto significa que puede manipular desde un frágil jarrón de cristal hasta una caja de herramientas pesada con la delicadeza apropiada.
La tecnología es impresionante:

  • Capacidad: Maneja el 75% de los productos únicos en inventario
  • Operación: 20 horas al día, 7 días a la semana
  • Velocidad: 300 artículos por hora (objetivo)
  • Peso máximo: 8 libras (3.6 kg)

Amazon probó este sistema robótico 100.000 veces para obtener datos suficientes para decidir si el robot funciona realmente bien. Y aquí están los resultados:



La Realidad de los Números: 86% de Éxito

Aquí es donde la historia se vuelve interesante. 

Tasa de éxitos por tipo de tarea:
  • Inserción directa: 90.7% de éxito
  • Tareas complejas (reorganizar objetos): 66.7% de éxito
  • Promedio general: 86% de éxito


Esto significa que 1 de cada 7 intentos falla de alguna manera. En el mundo real de un almacén que procesa millones de paquetes, esto se traduce en:

9.3% de ciclos improductivos (el robot no logra colocar el objeto). 3.7% de objetos que caen al suelo (lo que en Amazon llama amnesty, lo cual creo que es un término propio de logística). 0.2% de daños directos a productos.



El Problema del Agarre: Cuando 80N es Demasiado

Una de las limitaciones más reveladoras del sistema es su enfoque de "talla única" para la fuerza de agarre. Vulcan aplica una fuerza constante de 80 Newtons (aproximadamente 8 kg de fuerza) para sujetar todos los objetos, independientemente de si es una caja de cartón liviana o un libro pesado.

Como señala el propio documento técnico de Amazon: "El sistema actualmente usa una fuerza de sujeción fija de 80N, lo que puede llevar a daños en cajas ligeras".

Esta limitación ilustra perfectamente el estado actual de la robótica: tenemos la tecnología para que un robot "sienta", pero aún luchamos con la implementación de esa información de manera inteligente y adaptativa.


En cuanto a la comparación de productividad entre humanos y robots revela una realidad matizada:
Trabajadores humanos: 243 unidades por hora
Sistema Vulcan: 224 unidades por hora (~92% de velocidad humana)

Sin embargo, la ventaja del robot está en la consistencia: puede mantener ese ritmo durante 20 horas diarias, mientras que los humanos trabajan turnos de 8-10 horas. Además, los humanos muestran mayor variabilidad: son muy rápidos con objetos pequeños pero se ralentizan significativamente con objetos grandes o en ubicaciones difíciles de alcanzar.



Lecciones para el Futuro de la Robótica

Mientras empresas como Boston Dynamics nos deslumbran con robots que bailan y hacen parkour, y Tesla promete robots humanoides que revolucionarán nuestros hogares, Vulcan nos muestra la realidad de la robótica aplicada:

  • Vulcan está diseñado para una tarea específica y la ejecuta relativamente bien. Los robots humanoides prometen versatilidad pero aún luchan con tareas básicas de manera confiable.
  • Problemas Reales vs. Demos Controladas: Los 100.000 intentos de Vulcan incluyen todos los fallos, objetos rotos y situaciones imprevistas. Los videos virales de robots humanoides muestran demos cuidadosamente coreografiadas.
  • Medición del Éxito: Un 86% de éxito suena bien hasta que consideras que significa 14.000 fallos por cada 100.00 intentos en un ambiente controlado con tareas repetitivas.


Vulcan representa fielmente dónde estamos en robótica industrial: hemos hecho avances significativos, pero aún estamos lejos de la autonomía completa que sugiere el marketing. Es un sistema que funciona en entornos reales con productos reales, compite con trabajadores humanos en velocidad, falla de manera predecible y manejable, pero requiere sistemas de respaldo y supervisión humana

Mientras los robots humanoides capturan titulares, son sistemas como Vulcan los que están silenciosamente transformando industrias. No con la elegancia de un bailarín robótico, sino con la determinación persistente de un trabajador que nunca se cansa, aunque a veces apriete demasiado fuerte los paquetes.

La próxima vez que veas un video viral de un robot haciendo algo espectacular, recuerda a Vulcan: exitoso el 86% de las veces, rompiendo ocasionalmente una caja ligera, pero trabajando incansablemente en el mundo real. Esa es la verdadera cara de la revolución robótica actual.

Veremos.






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14/5/25

Cuando el aula se transforma en la nube

Hay algo extrañamente silencioso en la universidad moderna. No en las bibliotecas ni en las aulas, sino en su alma. Los rituales se mantienen: se imprimen los títulos, se asignan los planes de estudio, se envían los enlaces de Zoom. Pero bajo la superficie, algo está desapareciendo.

La educación ya no es un lugar. Se está convirtiendo en un proceso escalable, exportable y cada vez más automatizado. En todo el mundo, los estudiantes universitarios ven inútil asistir a clase.

En Silicon Valley llevan tiempo profetizando este cambio. La educación, argumentan, es un producto ineficaz, hinchado y que debería haber cambiado. ¿Por qué pagar 60.000 dólares al año por una experiencia en un campus cuando se puede seguir la misma clase en un teléfono estropeado en Yakarta? ¿Por qué pasar cuatro años en una residencia universitaria cuando la GPT-5 puede comprimir la lista de lecturas en un fin de semana?

Ya no son ideas marginales. La visión de la educación, respaldada por las empresas, es clara: desagregar el título, atomizar el plan de estudios, personalizar la experiencia. Sustituir al profesor por un instructor. Sustituir el aula por un panel de control. Sustituir al estudiante por un usuario.

Y para muchos, está funcionando.



Las universidades online están en auge: ofrecen títulos por una fracción del coste. En Estados Unidos, la deuda media de los estudiantes ronda los 37.000 dólares. A escala mundial, la educación superior es una industria de 2 billones de dólares. La lógica económica del aprendizaje digital es difícil de ignorar.

¿Pero la lógica cultural? Es más frágil.

Durante décadas, un título universitario no era sólo un certificado: era un símbolo. De ambición, de pertenencia, de movilidad ascendente. Pero los símbolos dependen de la escasez. ¿Qué pasará cuando los títulos sean tan comunes como el Wi-Fi? ¿Qué pasará cuando la distinción entre «enseñado» y «autodidacta» se convierta en semántica?

Ya estamos viendo señales. Los empleadores devalúan silenciosamente las credenciales. Los jóvenes se preguntan si un diploma sigue significando algo, si realmente significa algo. El contrato social se está deshilachando: paga la cuota, haz el trabajo y serás recompensado. Pero, ¿y si el trabajo lo hace la inteligencia artificial? ¿Y si la recompensa ya no es suficiente?

Y luego está la pregunta que nadie quiere formular en voz alta: ¿Qué estamos perdiendo en esta transición?

Es fácil decir que la educación se basa en el conocimiento. Pero cualquiera que haya pisado alguna vez un campus sabe que también se trata de fricción. Se trata de sentarse en aulas donde uno no es la voz más inteligente. Se trata de discusiones nocturnas, seminarios incómodos, política de cafetería. Se trata de aprender a hablar y, a veces, a callarse.

Eso no se puede descargar.

Hace más de cincuenta años, Ivan Illich advirtió que habíamos confundido escolarización con aprendizaje. En Deschooling Society, escribió:

«Se 'escolariza' así al alumno para que confunda la enseñanza con el aprendizaje, el ascenso de curso con la educación, el diploma con la competencia».



Illich soñaba con un mundo en el que las personas pudieran aprender libremente, sin pasar por instituciones. Irónicamente, la IA puede estar construyendo el sistema que él imaginó, pero sin libertad.

Estamos cambiando algo profundamente humano -la presencia compartida- por la eficiencia. Y quizá sea inevitable. Tal vez sea así como se ve el progreso: campus más silenciosos, sistemas más inteligentes, más «elección».

Pero me pregunto si algún día nos daremos cuenta de que no sólo hemos externalizado la educación, sino también la iniciación. Nos hemos quedado con la información y hemos perdido la transformación.



El aula del futuro no tendrá paredes. Puede que ni siquiera tenga profesores. Será rápida, receptiva y extrañamente silenciosa.

Pero en algún lugar de ese silencio, puede que empecemos a preguntarnos si alguna vez tuvo sentido aprender.

Ya veremos.




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13/5/25

El día en que todo dejó de pensar

Hay un tipo particular de silencio que sólo nos visita cuando se apagan las luces.

No es el silencio del sueño, ni siquiera el de la soledad. Es el silencio de los sistemas -cuando el zumbido detrás de las paredes, los parpadeos en el borde de su pantalla, los algoritmos suaves que amortiguan su día ... simplemente se detienen.

Esta semana, ese silencio ha vuelto. No sólo a unas pocas manzanas desafortunadas o a un pueblo azotado por la tormenta, sino a millones de personas. Toda una geografía sin pulso digital.

Y por un momento, el mundo volvió a sentirse viejo.



En su libro When the Lights Went Out: A History of Blackouts in America, el historiador David E. Nye explora cómo responden las sociedades a los apagones. No como meros fallos técnicos, sino como momentos de ruptura cultural. En cada apagón, Nye ve un espejo: un reflejo de quiénes somos, qué priorizamos y cuán frágiles son realmente los sistemas en los que confiamos.

Me he estado preguntando: ¿Qué sueña la inteligencia artificial cuando se va la luz?

Quizá con nada.

Quizá esa sea la cuestión.

Vivimos en una época en la que el «pensamiento» se ha externalizado de forma silenciosa, eficiente y casi invisible. Los sistemas de recomendación eligen lo que leemos. Los planificadores de rutas deciden adónde vamos. Los frigoríficos inteligentes pronto nos dirán lo que nos falta.

Pero nada de eso importa cuando no hay electricidad.

En la oscuridad, toda la inteligencia -artificial o de otro tipo- simplemente... se detiene.

Y esa pausa puede ser lo más humano que experimentemos en toda la semana.

Durante unas horas, la gente tuvo que hablar en lugar de enviar mensajes de texto. Pidieron indicaciones a desconocidos en lugar de preguntar en mapas. Encendieron velas en vez de buscar «las mejores linternas 2025».

Es fácil decir que dependemos demasiado de las máquinas. Pero no creo que sea exactamente eso.

Creo que nos hemos vuelto demasiado poco familiares con la quietud.

La inteligencia artificial no nos destruirá. Tampoco nos salvará. Nos ampliará, a reinos de velocidad, escala y vigilancia. Pero nunca nos enseñará a sentarnos en la oscuridad sin entrar en pánico.

Eso sólo lo consiguen los apagones.






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10/4/25

No tenemos ni idea realmente de cuánto importa el factor humano en los accidentes

Hablemos de seguridad vial. Hablemos más exactamente del peso del factor humano como causante de los accidentes de tráfico. Este artículo busca arrojar algo de luz al creciente número de afirmaciones de que el error del conductor es responsable de hasta el 94% de los accidentes de tráfico. Esta afirmación se ha utilizado para justificar normas más estrictas para los conductores y ha alimentado la fiebre por poner en circulación coches autónomos, a pesar de que la tecnología dista mucho de ser perfecta.

Sin embargo, un análisis más detallado de los datos revela que, si bien es cierto que los conductores causan muchos accidentes, el porcentaje no se acerca en absoluto al más del 90 % que se suele citar.

Recordemos: El punto clave a considerar aquí es la afirmación de que el error del conductor es responsable del 94 % de los accidentes, como podemos leer en tantos sitios web serios, y la fuente aparente de toda esta información es un estudio de la NHTSA. Es importante no aceptar ciegamente afirmaciones como «X causa el 94 % de Y» o «X aumenta Y en un 94 %» sin evaluar críticamente la fuente y, sobre todo, sin comprender los criterios específicos utilizados para definir los casos a los que se hace referencia.

Cuando uno se topa con afirmaciones de este tipo, siempre debe preguntarse: «¿De dónde ha salido esa cifra?».

Vayamos a la fuente: la estadística del 94% se originó en una publicación de 2015 de la NHTSA Traffic Safety Facts titulada (la traducción es mía) «Razones críticas de los accidentes. Encuesta Nacional de Causalidad de Accidentes de Automóviles.» Allí, en un documento de dos páginas la NHTSA resumía que:

La Encuesta, realizada entre 2005 y 2007, tenía como objetivo recopilar información en el lugar de los hechos sobre los acontecimientos y los factores asociados que conducen a las colisiones en las que se ven implicados vehículos ligeros. [...] Se investigó una muestra ponderada de 5.470 colisiones durante un periodo de dos años y medio, lo que representa una cifra estimada de 2.189.000 colisiones en todo el país. Se calcula que en estas colisiones se vieron implicados unos 4.031.000 vehículos, 3.945.000 conductores y 1.982.000 pasajeros. En el 94% (±2,2%) de los accidentes se atribuyó al conductor el motivo crítico, que es el último acontecimiento de la cadena causal del accidente.




Estas razones críticas del conductor se desglosan en otras cinco categorías en el cuadro siguiente:


Aunque la NHTSA advirtió en el siguiente párrafo:


 

La otra fuente de información que se suele citar se titula Tri-level Study of the Causes of Traffic Accidents (1979), que concluyó que el error del conductor estaba implicado en el 92,6% de los accidentes.

El estudio Tri-level es algo confuso, pero uno de sus autores, Shinar, explicó en una sesión posterior de preguntas y respuestas que el estudio no afirmaba que el comportamiento de los conductores fuera la causa real de los accidentes. En cambio, mostraba que los accidentes podrían haberse evitado si el comportamiento de los conductores hubiera sido diferente.

Así que podemos ver que en dos importantes fuentes de información «culpables» de extender el 94% del error humano en los accidentes de coche no se pretendía realmente cargar esa responsabilidad al conductor. A menudo, quienes citan la cifra del 94% pasan por alto esta distinción, lo que lleva a muchos a interpretarla erróneamente como una afirmación de causalidad directa.

Es esencial profundizar y plantearse otra pregunta importante: «¿Qué definición operativa utilizaron para decidir cuándo el conductor tenía la 'última oportunidad' de evitar el accidente?».

Una «definición operativa» es una parte crucial, pero a menudo ignorada, de la investigación científica. Es el criterio específico utilizado para clasificar e interpretar los datos. Por ejemplo, el término «abuso» solía referirse únicamente al daño físico, pero ahora incluye también el abuso emocional y verbal. Esta ampliación de las definiciones puede cambiar significativamente el alcance de los datos. Lo mismo ocurre en la investigación sobre seguridad vial. En el caso de la cifra del 94%, es probable que el criterio de «última oportunidad» incluya los casos en los que un conductor podría haber evitado el accidente con un tiempo de respuesta razonable. Sin embargo, esta definición podría inflar el papel del error del conductor, ya que hay muchos factores que pueden influir en que un conductor sea capaz de reaccionar a tiempo, como la complejidad de la situación o la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos.

Además, los estudios sugieren que las organizaciones de seguridad en el transporte podrían estar sobreestimando el papel del comportamiento humano en los accidentes. Un estudio (Holden, 2009) revisó 27 investigaciones de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte (NTSB) y descubrió que 26 de ellas atribuían al error humano como factor contribuyente. Esto plantea la pregunta: «¿Por qué estas fuentes utilizan una definición tan amplia de error humano?».

Como señala Rumar (1982), los investigadores «tienden a utilizar los factores humanos como una caja de chatarra. Cada accidente detrás del cual no encontramos ningún error técnico tiende a explicarse por el factor humano».

Los humanos tienen una capacidad limitada para procesar la información y deben confiar en tres funciones mentales falibles: percepción, atención y memoria. Cuando un conductor no consigue evitar un accidente porque la situación supera estas limitaciones, se suele hablar de «error humano». En realidad, a menudo es la situación la principal responsable, no la respuesta del conductor a ella. Es un sesgo bien conocido del juicio humano cometer el «error fundamental de atribución», sobrevalorar enormemente los factores humanos para infravalorar enormemente los factores de la situación cuando se intenta explicar por qué se han producido los hechos. (TapRoot)


Hay varias razones posibles. Una es el sesgo conocido como «sombrero blanco» (Cope, Allison, 2010), que consiste en distorsionar los hallazgos científicos para promover un objetivo socialmente deseable, como el aumento de la seguridad vial. Al hacer hincapié en los errores de los conductores, organizaciones como la NHTSA pueden crear la apariencia de un problema mayor, lo que lleva a pedir normativas más estrictas o más financiación. También está la cuestión de los incentivos: cuantos más conductores sean culpados, mayor parecerá la crisis, lo que podría justificar mayores presupuestos y más control para las organizaciones de seguridad. Esta estrategia se ha visto en otros ámbitos, como las campañas contra la conducción bajo los efectos del alcohol.



Otro factor en juego es la persistencia de la vieja visión del error humano. En este enfoque tradicional, los accidentes se consideran el resultado de errores humanos, y el sistema se considera seguro hasta que los humanos lo estropean. La nueva perspectiva, sin embargo, entiende el error humano como una consecuencia de problemas sistémicos, en lugar de la causa raíz (Dekker, 2002) (TapRoot). Este cambio de pensamiento no siempre es aceptado por organizaciones como la NTSB, que sigue inclinándose por la antigua visión, incluso cuando las circunstancias sugieren una explicación más compleja. El caso de la Sra. Vasquez, la mujer implicada en el accidente mortal de un coche autónomo de Uber hace unos años, lo demuestra.

También es importante reconocer cómo los sesgos cognitivos moldean la forma en que la gente piensa sobre la causalidad. Esta tendencia a simplificar en exceso los acontecimientos complejos es una parte natural del razonamiento humano, y puede llevar fácilmente a conclusiones distorsionadas sobre los accidentes de tráfico.

Para terminar, no pretendo argumentar que los conductores rara vez causan accidentes. Más bien, mi objetivo es cuestionar el mito de que los conductores son responsables del 94% de los accidentes de tráfico. Incluso si se toman las cifras al pie de la letra, no apoyan la afirmación de la causalidad directa. Y ahora, le invito a leer a través de estos lentes los diversos artículos que afirman que los coches autónomos son más seguros que los humanos, lo cual, en mi opinión, es una realidad. Sin embargo, ¿tiene sentido comparar el rendimiento de estos coches con esta ambigua siniestralidad del factor humano?

Cuestiona siempre las fuentes y las definiciones que hay detrás de ellas, porque es demasiado fácil manipular los datos para contar una historia concreta.

Como dijo sabiamente el filósofo romano Cicerón: «Cui bono?» -¿A quién beneficia? Comprender las motivaciones subyacentes a la investigación es clave para interpretarla correctamente.





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2/4/25

Los aranceles en la historia y el robo de mano de obra cualificada

Tras el comienzo de la Gran Depresión se promulgó el arancel Smoot-Hawley de 1980, según Bhagwati "el acto más visible y dramático de locura anticomercial”. El arancel Smoot-Hawley provocó una guerra arancelaria internacional, debido a que se impuso en un momento poco oportuno —sobre todo por la nueva posición de Estados Unidos como la mayor nación acreedora tras la Primera Guerra Mundial. (Retirar la Escalera, Ha Ho Chang)


Jagdish Bhagwati es considerado como el teórico sobre comercio internacional más creativo de su generación. Y la cita que encabeza este texto viene a contribuir en que estamos muy lejos de vivir los primeros tiempos oscuros de guerra arancelaria en nuestro mundo. Además, otro mito que conviene desbancar cuanto antes es que precisamente Estados Unidos, lejos de la creencia popular, nunca ha sido un profeta del comercio libre internacional.


Durante el siglo XIX Estados Unidos no sólo fue el bastión más poderoso de las políticas proteccionistas sino también su hogar intelectual. En esa época la opinión mayoritaria de los intelectuales estadounidenses era que "el nuevo país necesitaba una nueva economía, una economía basada en instituciones políticas y condiciones económicas diferentes a las prevalecientes en el Viejo Mundo”. Algunos de ellos llegaron a sostener que hasta las industrias estadounidenses internacionalmente competitivas habrían de contar con protección arancelaria debido a la posibilidad de que las grandes empresas pusieran en práctica un dumping depredador para, tras diezmar a las empresas estadounidenses, volver a fijar unos precios monopolísticos.


Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos —con su supremacía industrial sin competencia— acabó por liberalizar -nunca totalmente- el comercio y pasó a liderar la causa del libre comercio.




¿Cómo, de verdad, se hicieron ricos los países ricos?

La respuesta corta a esta pregunta es que los países desarrollados no llegaron a donde ahora están mediante las políticas y las instituciones que recomiendan actualmente a los países en desarrollo. En su mayor parte, pusieron en práctica políticas comerciales e industriales "malas”, tales como políticas de protección a la industria naciente y subsidios a la exportación, prácticas que hoy en día son desaprobadas, cuando no activamente rechazadas, por la OMC (Organización Mundial del Comercio). Hasta que no estuvieron bastante desarrollados (es decir, hasta finales del siglo XIX o principios del XX), los países desarrollados contaron con muy pocas de las instituciones consideradas esenciales para los países en desarrollo actuales, incluyendo instituciones tan "básicas" como los bancos centrales y las sociedades de responsabilidad limitada.

Pero en el post de hoy no venía a contar los densos detalles sobre la historia arancelaria internacional, sino que creo que será más entretenido para el lector conocer alguna de las estrategias nacionales que existieron, incluso en las que intervenían el Rey, para robar mano de obra cualificada extranjera, o para evitar que ésta fuera adquirida por alguna potencia enemiga.

Los gobiernos apoyaron las adquisiciones de tecnología foránea, a veces por medios legales, tales como la financiación de viajes de estudios y estancias de aprendizaje, y otras a través de medidas ilegales, que incluían el apoyo al espionaje industrial, la introducción de máquinas de contrabando y la negativa a reconocer las patentes extranjeras. El desarrollo de las capacidades tecnológicas internas se incentivó mediante la concesión de ayudas económicas para investigación y desarrollo, educación y formación profesional. También se tomaron medidas para aumentar el conocimiento de las tecnologías avanzadas (por ejemplo, la creación de fábricas modelo, la organización de exposiciones, la exención de impuestos a la maquinaria importada por las empresas del sector privado). Además, algunos gobiernos crearon mecanismos institucionales que facilitaban la cooperación público-privada (por ejemplo, empresas de capital mixto y asociaciones industriales estrechamente vinculadas al gobierno).

El caso de Inglaterra, dado el largo tiempo en que mantuvo su posición de "economía frontera”, es muy claro a este respecto, pero también otros países usaron medidas similares según sus posibilidades. Inglaterra puso en práctica medidas para controlar la transferencia de tecnología a sus competidores potenciales (por ejemplo, controles sobre la migración de mano de obra cualificada o la exportación de maquinaria) y presionó a los países menos desarrollados para que abrieran sus mercados, en caso necesario por la fuerza. Sin embargo, las economías que intentaban actualizarse y que no eran colonias formales ni informales no se resignaron sencillamente a aceptar estas medidas restrictivas, sino que emplearon una amplia gama de medidas para intentar superar los obstáculos creados por esas restricciones, recurriendo incluso a medios "ilegales”, tales como atraer a trabajadores extranjeros o al contrabando de maquinaria.



El caso de Inglaterra

Inglaterra entró en su era post-feudal (siglos XIII y XIV) como una economía relativamente atrasada. Antes de 1600 era una importadora de tecnología proveniente de la Europa continental. A pesar de su atraso, su economía se basaba en exportaciones de lana virgen y, en menor medida, de tejidos de lana de bajo valor añadido (lo que entonces se conocía como "tela corta”) a los entonces más avanzados Países Bajos. Se cree que Eduardo III (1337-77) fue el primer rey que intentó deliberadamente desarrollar la fabricación local de tejidos de lana. Sólo usaba ropa confeccionada con tejidos ingleses para así dar ejemplo al resto del país; trajo tejedores flamencos, centralizó el comercio de la lana virgen y prohibió la importación de tejidos de lana.

Los monarcas de la dinastía Tudor siguieron impulsando el desarrollo de esta industria con lo que sólo puede describirse como una política de promoción deliberada de la industria naciente. Especialmente Enrique VII (1485-1509) e Isabel I (1558 -1603), transformaron Inglaterra de ser un país que se basaba principalmente en la exportación de lana virgen a los Países Bajos en la nación más importante del mundo en lo que respecta a la manufactura de la lana. Concretamente, Enrique VII puso en práctica maneras de promover la manufactura de la lana británica. Entre otras medidas, se enviaron misiones reales para identificar lugares adecuados para la manufactura de la lana, se trajeron trabajadores cualificados de los Países Bajos, se aumentaron los impuestos y hasta se prohibió temporalmente la exportación de lana virgen.

Resulta difícil establecer la importancia relativa de los factores antes mencionados para explicar el éxito británico en la manufactura de la lana. Sin embargo, sí parece claro que, sin lo que no puede ser descrito de otro modo que como el equivalente del siglo XVI a la moderna estrategia de promoción de la industria naciente puesta en práctica por Enrique VII y proseguida más tarde por sus sucesores, habría resultado muy difícil, si no necesariamente imposible, que los británicos lograran este éxito inicial en la industrialización: sin esta industria clave, que explica al menos la mitad de los ingresos británicos en concepto de exportaciones durante el siglo XVIII, su Revolución Industrial podría haber resultado, como mínimo, muy difícil.


Espionaje industrial y robo de talento humano

Durante los siglos XVI al XVIII, varias naciones europeas implementaron leyes estrictas para evitar la emigración de trabajadores cualificados, considerando este conocimiento técnico como un secreto de estado y un activo nacional. Estas leyes reflejaban el pensamiento mercantilista dominante que veía la retención de habilidades y conocimientos como vital para la prosperidad nacional. En Inglaterra de hecho, se crearon varias leyes:

- Los Estatutos de Artesanos (Statute of Artificers) de 1562, que restringían la movilidad laboral
- El "Act to prevent the seducing of Artificers to foreign Parts" de 1718

Y en algunos casos, la emigración no autorizada de artesanos se castigaba con la pérdida de ciudadanía, confiscación de propiedades e incluso la muerte.

Y por si la estrategia tecnológica y fiscal fallaba, la Reina Isabel I de Inglaterra (1533-1603), quien estableció una red de espionaje dirigida por Sir Francis Walsingham que, además de sus funciones políticas, buscaba activamente secretos comerciales y técnicos de otras naciones, particularmente de los Países Bajos y Venecia.

Uno de los casos más conocidos es el del Rey Federico el Grande de Prusia (1712-1786). Este gobernante desarrolló una estrategia deliberada para obtener secretos industriales y tecnológicos de otros países europeos, especialmente en el campo de la manufactura de porcelana. En aquella época, la porcelana de Meissen (Sajonia) era extremadamente valiosa y su proceso de fabricación era un secreto industrial bien guardado. Para lograrlo, Federico el Grande llevó a cabo las siguientes acciones:
- Reclutó a Johann Friedrich Böttger, un alquimista que había trabajado en la fábrica de porcelana de Meissen
- Estableció la Real Fábrica de Porcelana de Berlín (KPM) en 1763 usando conocimientos robados
- Desarrolló redes de espías e informantes para adquirir tecnologías extranjeras


Así que me preguntó que estará ocurriendo estos días entre las Big Tech de la inteligencia artificial y otras empresas.





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