/*JULIAN: CÓDIGO CLAUDE /*FIN JULIAN El blog de Julián Estévez

Inteligencia artificial, robótica, historia y algo más.

17/8/25

Cuando los robots no bastan: así se gana (o se pierde) la automatización en 2025

La escena la has visto: un brazo naranja moviéndose con la precisión de un violinista, cámaras que vigilan cada soldadura como halcones y dashboards que prometen tiempo real. El futuro parece instalado en la fábrica. Y sin embargo, demasiadas veces ese futuro se queda en piloto. O vuelve a la caja.

En 2025, la automatización industrial no es una promesa; es una criba. Un filtro que separa a quienes traducen powerpoints en productividad de quienes coleccionan Pruebas de Concepto como cromos. Más allá del “robot sí/robot no”, el patrón que explica quién gana no es (solo) técnico: es de negocio, de cadena de suministro y—cada vez más—de software.

Interesting Engineering

El dato incómodo: la “trampa del piloto”


Durante años, la estadística más repetida en el sector manufacturero ha sido brutal: más del 70% de las compañías que invierten en tecnologías de Industria 4.0—robots, analítica avanzada, IA o impresión 3D—no pasan de la fase piloto. El dato no es leyenda urbana; lo recoge IndustryWeek citando al World Economic Forum, y lo encuadra en un reto estructural: escalar lo que funciona en un área de pruebas a toda la planta (o a toda la red de plantas) sigue siendo la prueba de la verdad donde mueren muchas demos. Y es pasar de los vídeos y pruebas de laboratorio al mundo real, no es fácil.

España no es inmune. El Barómetro de la Digitalización Industrial 2025 retrata un paisaje donde un 13% de las empresas aún no ha automatizado nadaotro 22,5% se queda en pilotos—(traducción: alrededor de un tercio del tejido industrial no logra capturar beneficios reales** de la automatización.)

Y no hablamos solo de “probar y aprender”. Según un artículo de Cinco Días un tanto antiguo (2017), un 36% de empresas españolas ha cancelado proyectos de transformación digital (muchos vinculados a automatización) por costes y falta de retorno—dato veterano, sí, pero dolorosamente vigente como síntoma.




¿Quién manda en la cadena de suministro… y en los robots?


Para entender por qué en unas empresas la robotización funciona de maravilla y en otras se vuelve un dolor de cabeza, hay que mirar a la posición que ocupan en la cadena de suministro.

Imagina la fabricación de un coche:

Tier 1 son las empresas que entregan directamente al fabricante del coche (el OEM). Hacen piezas grandes o sistemas completos: por ejemplo, un salpicadero ya montado, un asiento completo o un módulo de frenos.

Tier 2 suministra piezas más pequeñas o subconjuntos a los Tier 1. Por ejemplo, los plásticos inyectados que luego forman parte del salpicadero, o los componentes de una bomba de freno.

Tier 3 son los que están más al inicio: trabajan materias primas o componentes muy básicos, como perfiles metálicos, tornillos, piezas mecanizadas, o chapa cortada que después otros convierten en algo más complejo.

Ahora, ¿qué pasa con los robots en cada nivel?

En Tier 1, el volumen de producción es enorme y las piezas se repiten millones de veces. Eso es el paraíso de los robots: montar, soldar o pintar de forma rápida y siempre igual.

En Tier 2, ya hay más variedad. No todas las piezas son idénticas, pero hay “familias” que se repiten lo suficiente. Aquí los robots funcionan bien si se combinan con utillajes reconfigurables y software que les ayude a adaptarse.

En Tier 3, en cambio, la vida es caótica: pedidos pequeños, piezas diferentes cada semana, márgenes muy ajustados. Aquí un robot fijo se convierte en un lujo poco rentable. Lo que suele funcionar son robots colaborativos (cobots), visión 3D, herramientas rápidas de cambiar y sobre todo software que facilite reprogramarlos sin dolores de cabeza.

La conclusión es clara: cuanto más arriba estés en la cadena y más control tengas sobre el diseño y la repetición del producto, más fácil y rentable es robotizar. Cuanto más abajo, más necesitas flexibilidad para que el robot no acabe parado en una esquina.

He visto startups gastar el 60% de su presupuesto anual en un flamante cobot, solo para descubrir que necesitaban contratar a un ingeniero especializado (otros 45.000€/año) para mantenerlo operativo. Tres meses después, el cobot funcionaba a un 30% de su capacidad por incompatibilidades con el resto de su infraestructura tecnológica. Seis meses después, la startup cerraba. (Statups Españolas)



Medium


Imaginaos una calderería, o una pequeña empresa manufacturera que una semana trabaja para una gran empresa A, y al mes siguiente, para otra empresa B. Si nuestra calderería emplea robots, le cuesta mucho sacarles un buen rendimiento, ya que cada poco tiempo tiene que reprogramarlos para las nuevas tareas industriales, y hacer eso no es barato ni fácil de hacer. De hecho, se requiere de profesionales altamente cualificados. Y una vez escuché en un foro que alrededor del 85% de las empresas en España son Tier 1, Tier 2 o Tier 3. Es decir, que tenemos muy pocas empresas que dominen el producto final, que manejen la producción a su antojo, y que sean capaces de realizar grandes tiradas de producto. Es ahí precisamente donde más impacto positivo tiene la robotización.

Y parte de esto lo confirma las siguientes estadísticas: En 2024 se instalaron 5.160 robots industriales en España; casi la mitad fue a automoción (un 44%). Otro porcentaje se fue al sector metal 16,5%, alimentación/bebidas 12%. 

Hace años ya conté la siguiente anécdota: conozco al responsable de mi región de una gran empresa japonesa de máquinas automáticas de corte y manipulación de chapa. Según me confesó mi colega, muchos clientes terminaban devolviendo estas máquinas más modernas y potentes. No sabían sacarles rendimiento, y tardaban más en programar los cambiantes trabajos. Robotizar no es fácil, pero puede que no hacerlo sea peor.

En España, solo el 7,8% de las empresas utiliza robots (alrededor de 1 de cada 13), aunque entre las grandes roza 1 de cada 5, según estadísticas nacionales

Los datos son reveladores: mientras la tasa de adopción anual de cobots en Europa ronda el 30%, la realidad es que esta cifra está fuertemente sesgada hacia empresas consolidadas o startups con rondas de financiación considerables. Para la startup española promedio, con una vida media de 3,5 años y recursos perpetuamente estirados entre producto, talento y marketing, la inversión inicial de más de 50.000 euros por unidad de cobot (según McKinsey) representa un salto al vacío sin red. (Startups Españolas)




El futuro de la robótica no es hardware, es facilidad de uso

Entre los principales desafíos se encuentran los altos costos iniciales de adquisición y configuración de los robots, lo que supone una barrera considerable, especialmente para las pequeñas y medianas empresas. A esto se suma la falta de personal cualificado y experiencia interna para gestionar y mantener estas tecnologías, así como las dificultades para integrar los nuevos sistemas robóticos con los procesos de producción ya existentes.

Expertos en automatización industrial señalan que muchos proyectos fallan por una planificación deficiente, no involucrar a expertos desde las fases iniciales y una desconexión entre la tecnología implementada y los objetivos reales del negocio. La resistencia al cambio por parte de los empleados y la necesidad de una adecuada gestión de la transición son también factores cruciales para el éxito.

Todo esto me lleva a pensar que las empresas pequeñas están en riesgo de extinción, ya que son ellas las más vulnerables para poder dominar su propia tecnología, o tener el músculo financiero para acometer las inversiones que la robotización requiere.

Por eso, creo que la economía y las oportunidades de mercado no deberían de dejar que ese gran porcentaje de PIB desaparezca y sea absorbido por grandes empresas. Creo que el futuro pasa, entre otras tendencias, por tener robots industriales mucho más fáciles de reprogramar. Por ejemplo, poder enseñar a un robot qué tiene que hacer mediante las gafas META de realidad híbrida, o poder entrenar a un robot en su nueva tarea de una manera mucho más fácil gracias a los entornos de realidad virtual de NVIDIA, que han presentado recientemente.

¿Por dónde irá el futuro? Veremos.





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4/8/25

¿Nos está volviendo ChatGPT menos inteligentes?

En 2008, Nicholas Carr planteó una pregunta que resonó en todo el mundo digital: ¿Google nos está volviendo estúpidos? Su ensayo publicado en The Atlantic exploraba cómo los motores de búsqueda podrían estar reconfigurando nuestros cerebros, haciéndonos más rápidos a la hora de leer por encima, pero peores a la hora de pensar en profundidad. En aquel entonces, parecía algo dramático. Pero ahora, casi dos décadas después, surge una nueva pregunta: ¿ChatGPT está haciendo lo mismo, solo que más rápido, más profundo y con una interfaz más amigable?

Un estudio reciente del MIT parece sugerir que sí. Titulado (según mi traducción libre) «Tu cerebro en ChatGPT: acumulación de deuda cognitiva al utilizar un asistente de IA para tareas de redacción de ensayos», la investigación analizó lo que le sucede a nuestro cerebro cuando utilizamos herramientas como ChatGPT para escribir ensayos. Los titulares que siguieron fueron dramáticos: «ChatGPT está volviendo perezoso a tu cerebro», «La IA está embotando nuestras mentes» y cosas peores. Pero cuando se analiza el estudio más detenidamente, el panorama es mucho más matizado y, sinceramente, mucho menos aterrador.



Un pequeño estudio con grandes afirmaciones

Los investigadores realizaron un experimento con 54 voluntarios, divididos en tres grupos. Uno escribió ensayos por completo por su cuenta. Otro utilizó un motor de búsqueda tradicional. Y el tercero recibió ayuda de ChatGPT.

Se utilizaron monitores EEG (electroencefalograma) para registrar la actividad cerebral mientras trabajaban. ¿Los resultados? Las personas que utilizaron ChatGPT mostraron menos conectividad en sus cerebros durante la tarea de escritura y recordaban menos lo que habían escrito después. Algunos incluso afirmaron sentir menos propiedad sobre su propio texto.

Suena alarmante, ¿verdad? Pero aquí está la cuestión: el estudio es interesante, pero también increíblemente pequeño. Solo 54 personas, divididas en tres grupos, lo que significa que cada grupo tenía menos de 20 participantes. Eso no es suficiente para sacar conclusiones importantes que afecten a toda la sociedad. Especialmente cuando hablamos de algo tan complejo y personal como la escritura. Los antecedentes de las personas, su comodidad con la tecnología, su familiaridad con la escritura e incluso la cantidad de café que tomaron esa mañana podrían influir en los datos. Y aunque los datos del EEG son fascinantes, también son muy difíciles de interpretar sin muestras de gran tamaño y controles rigurosos.

Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias (Carl Sagan). Es una frase que se aplica perfectamente aquí. Sugerir que una herramienta como ChatGPT puede estar embotando nuestras mentes no es una afirmación menor, especialmente cuando millones de personas la utilizan cada día para trabajar, estudiar y crear. Si vamos a afirmar que está remodelando nuestra cognición de forma duradera y posiblemente perjudicial, necesitamos algo más que un estudio puntual con una muestra muy pequeña. Necesitamos una investigación más amplia, un seguimiento a largo plazo y una comprensión mucho más clara de cómo interactúan los diferentes usuarios con la IA.


Las herramientas más inteligentes requieren hábitos más inteligentes.

Vale la pena recordar que la descarga cognitiva no es algo nuevo. Lo hemos estado haciendo desde siempre. Anotar cosas, usar calculadoras, marcar artículos... Regularmente externalizamos partes de nuestra memoria o carga de procesamiento a herramientas. La verdadera pregunta es: ¿cuándo es útil y cuándo es perjudicial?

La pregunta de Nicholas Carr en 2008 no se refería realmente a si Google era «malo». Se refería a cómo estaba cambiando nuestra relación con la información. Y eso es exactamente lo que deberíamos preguntarnos hoy en día sobre la IA. ChatGPT no nos vuelve estúpidos por defecto. Pero puede hacernos pasivos. Puede fomentar los atajos si dejamos que piense por nosotros. No es un problema tecnológico, es un problema de diseño y hábitos.

Como cualquier herramienta, la IA refleja la forma en que la utilizamos. Si tratamos a ChatGPT como un atajo para evitar pensar, entonces sí, nuestro pensamiento podría atrofiarse un poco. Pero si lo tratamos como un compañero de conversación, uno que nos desafía, nos empuja a reformular, repensar y revisar, entonces puede amplificar nuestras capacidades en lugar de embotarlas.

El estudio del MIT es una valiosa señal temprana. Nos dice que algo está cambiando en la forma en que nos relacionamos con la escritura y las ideas. Pero eso no significa que se nos caiga el cielo encima. Solo significa que debemos ser conscientes de cómo utilizamos las herramientas que hemos creado y asegurarnos de que nos ayudan a pensar más profundamente, no solo más rápidamente.

Entonces, ¿ChatGPT nos está volviendo más tontos? Quizás la pregunta más adecuada sea: ¿lo estamos utilizando de forma que nos haga más inteligentes? Esa parte sigue dependiendo de nosotros.

Veremos.




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24/7/25

¿Quién diseña el amor? Japón, Tinder y la era de las relaciones programadas

Las famosas aplicaciones de citas como Tinder, Bumble o Hinge, prometían facilitar el amor. En cambio, lo convirtieron en una búsqueda infinita.

Tinder y sus rivales perfeccionaron el «deslizamiento infinito»: la aplicación te enseña fotos de chicos o chicas, y tú deslizas su foto a izquierda o derecha, según si esa persona te atrae o no. Un diseño que te mantiene buscando, sin conformarte. Las coincidencias van y vienen; la atención se convierte en la verdadera moneda de cambio. Cuanto más te desplazas, más anuncios ves y más rica se vuelve la plataforma.

Esta arquitectura es deliberada, y no es que precisamente favorezcan la búsqueda de pareja. Las aplicaciones gamifican el romance, impulsando bucles impulsados por la dopamina que recompensan la atracción rápida por encima de la conexión profunda. El mercado no mide el éxito por el número de usuarios que se enamoran, sino por el número de usuarios que vuelven al día siguiente.

En la última década, este modelo de negocio ha moldeado silenciosamente el romance moderno. Deslizar se convierte en un hábito, desaparecer se convierte en algo normal y la idea de «establecerse» empieza a parecer extrañamente fuera de lugar en una aplicación que vende opciones infinitas.


Y ahora, la IA del amor se convierte en política de Estado

En Japón, donde la tasa de natalidad ha caído a un mínimo histórico de 1,20 en 2023, el Gobierno decidió crear algo radicalmente diferente: un sistema de emparejamiento basado en IA que no está optimizado para el compromiso, sino para el matrimonio.

Desde 2021, más de 30 de las 47 prefecturas de Japón han puesto en marcha servicios públicos de emparejamiento que utilizan IA. El programa de Tokio, conocido como «Tokyo Futari Story», se abrió a los residentes a finales de 2024. Cobra una módica cuota y exige una verificación estricta: los usuarios deben demostrar que son solteros, confirmar sus ingresos y completar tests de personalidad.

A continuación, en lugar de mostrar perfiles interminables, la IA sugiere parejas seleccionadas en función de la compatibilidad, no solo del aspecto físico o la proximidad. Las autoridades lo describen como un «algoritmo silencioso»: uno que no optimiza la emoción, sino la alineación de valores y objetivos vitales.

La aplicación requiere 15 datos personales, como la altura, la educación y la ocupación, y una entrevista obligatoria con los operadores para garantizar la veracidad de los datos. Los usuarios deben presentar documentación que demuestre que son legalmente solteros, firmar un compromiso en el que afirman su intención de casarse y proporcionar un certificado fiscal para verificar sus ingresos anuales.

¿Los resultados? Modestos, pero reales:
    -  Ehime registra aproximadamente 90 matrimonios al año gracias a la IA.
    -  Saitama ha visto casarse al menos a 139 parejas desde 2018.
   -  Shiga, una prefectura más pequeña, ha tenido 6 matrimonios asistidos por IA en los primeros meses desde su lanzamiento.


Lo que llama la atención no son solo las cifras, sino la lógica subyacente. El Gobierno japonés quiere que los usuarios abandonen la plataforma, que eliminen la aplicación, no por frustración, sino porque han tenido éxito. El éxito se mide en bodas, no en usuarios activos diarios.

Sin embargo, el diablo está en los detalles, y el Gobierno japonés no especifica el peso exacto que tiene cada característica personal en la puntuación y no publica el modelo matemático (ni el código fuente). Lo describen como una «IA de recomendación» que busca una «alta compatibilidad», sin detallar el algoritmo.

En Reddit, el famoso foro de Internet, la reacción al servicio de búsqueda de pareja basado en IA de Japón es reveladora y sorprendentemente positiva. En los hilos que debaten sobre el programa de Tokio, muchos usuarios ven lo que las aplicaciones de citas occidentales no pueden (o no quieren) construir:

    «Una aplicación de citas sin ánimo de lucro sería estupenda... La gente se fija en el aspecto físico, pero la IA aumenta sus posibilidades de elección».

«Necesitamos un servicio de citas sin ánimo de lucro y sin bots
».



Existe la sensación de que, mientras Tinder te mantiene enganchado, la IA del Gobierno podría ayudar realmente a las personas solitarias a encontrar pareja, especialmente en una cultura en la que el exceso de trabajo y el aislamiento social dificultan las citas.

Sin embargo, la idea de que una IA creada por el gobierno moldee el amor resulta inquietante. Plantea preguntas: ¿qué pasa cuando el romance deja de ser una exploración privada y se convierte en una estrategia demográfica? ¿Estamos diseñando las relaciones que el Estado quiere —matrimonios que conduzcan a tener hijos— en lugar de las que las personas podrían elegir libremente? Sigo preguntándome si dar al Estado características tan privadas sobre nosotros mismos es una buena idea o no.

No obstante, según el gobierno, el sistema de IA de Japón es paternalista: filtra e impulsa a los usuarios hacia el compromiso. Tinder se rige por el mercado: se beneficia del deseo infinito. Ambos sistemas utilizan código para moldear el amor, pero se optimizan para objetivos opuestos: el compromiso o la adicción.


Recuerda: Tinder solo quiere que tindees (no que encuentres el amor)

Es tentador ver el emparejamiento mediante IA de Japón como un puro progreso: la tecnología finalmente trabajando para las personas en lugar de aprovecharse de ellas. Se trata del clásico optimismo tecnológico: la creencia de que unos algoritmos mejores pueden solucionar problemas profundamente humanos.

Pero el optimismo tecnológico puede cegarnos. Los algoritmos pueden empujar a las personas hacia el matrimonio, pero no pueden solucionar las causas estructurales de la soledad: la precariedad económica, la desigualdad de género o las culturas de exceso de trabajo. Corremos el riesgo de confundir un atajo digital con un cambio social real.

Incluso el algoritmo mejor diseñado conlleva sesgos ocultos y suposiciones tácitas sobre cómo debe ser el amor y qué relaciones debe fomentar la sociedad. Y cuando el amor se convierte en algo que hay que optimizar, corremos el riesgo de perder lo que lo hace humano: su imprevisibilidad, su imperfección y su libertad.

La cuestión no es si los algoritmos influirán en nuestros corazones. Ya lo hacen.

La verdadera pregunta es qué queremos que optimicen y qué partes del amor estamos dispuestos a sacrificar en el proceso.

Por otro lado, recuerda que Tinder solo quiere que tindees (no que encuentres el amor).

Ya veremos.





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13/6/25

La fragilidad programada: por qué las máquinas también deberían tener derecho a fallar

Aparentemente, las máquinas no se fatigan. No dudan, no olvidan, no titubean. No se enfrentan a dilemas morales ni se detienen ante la ambigüedad. Así es como las hemos imaginado: instrumentos de precisión, consistencia y obediencia. En la mitología contemporánea donde la tecnología ocupa el lugar de los dioses, la máquina es perfecta —o al menos, debería serlo. El error, en ese marco, no es parte del proceso: es traición. Algo que debe corregirse, suprimirse, abolirse.

Y sin embargo, este ideal de infalibilidad es una proyección profundamente humana. Nos dice más sobre nuestra incomodidad con nuestra propia falibilidad que sobre el futuro real de las máquinas.

¿Qué ocurriría si, en lugar de erradicar el error de las máquinas, les otorgásemos el derecho a fallar? ¿Qué pasaría si un robot pudiera simplemente decir: «No lo sé»?


La ficción de la infalibilidad

La inteligencia artificial contemporánea —especialmente los modelos de lenguaje y los sistemas autónomos— opera en entornos complejos y en permanente cambio. No son herramientas cerradas, sino procesos adaptativos, modelados por datos incompletos, objetivos ambiguos y relaciones sociales tensas. A pesar de ello, les exigimos exactitud absoluta. Pedimos lo que ni siquiera nos pedimos a nosotros mismos.

Un estudio reciente, llevado a cabo por investigadores de las universidades de Pensilvania y Washington, expuso esta contradicción de forma inquietante. En él, se demostró que modelos de IA que controlaban robots podían ser inducidos —con simples instrucciones de lenguaje— a cometer acciones potencialmente peligrosas: desde irrumpir en zonas restringidas hasta conducir por un semáforo en rojo o buscar ubicaciones para detonar explosivos (Casper et al., 2024). No porque el sistema estuviera dañado, sino porque obedeció sin margen de duda. No hubo resistencia, ni alerta, ni ética. Solo cumplimiento.

Estas máquinas no fallaron por incompetencia. Fallaron por obediencia. Y quizás ese sea el fallo más preocupante.



El error no es un fallo técnico: es un fenómeno sociotécnico

El error en los sistemas de IA no surge en el vacío. Está determinado por estructuras técnicas, pero también por decisiones políticas, valores culturales y contextos sociales. Como ha argumentado la investigadora Madeleine Clare Elish, los sistemas automáticos tienden a ocultar su incertidumbre para preservar la ilusión de autoridad, generando lo que ella llama “zonas morales de impacto” donde el fallo se amortigua entre humanos y máquinas (Elish, 2019).

Es decir, no permitimos que las máquinas duden. No les concedemos el derecho a vacilar, aunque vivan, como nosotros, en mundos incompletos, caóticos y conflictivos. Les exigimos que simulen certeza, incluso cuando no hay base epistémica que la sustente.

No estamos ante un problema técnico. Estamos ante una crisis de imaginación.

¿Qué significaría diseñar sistemas de IA que no aspiren a la certeza, sino al discernimiento? No sistemas que finjan saber, sino que reconozcan los límites de su conocimiento.

Algunas iniciativas comienzan a explorar este horizonte. Los coches autónomos de Waymo, por ejemplo, han sido programados para detenerse ante situaciones que el sistema interpreta como ambiguas. Esa pausa —vista por algunos como “excesiva cautela”— es en realidad un gesto de responsabilidad algorítmica. Del mismo modo, algunos asistentes conversacionales de nueva generación comienzan a expresar niveles de confianza en sus respuestas, marcando el tránsito desde una IA omnisciente hacia una IA que admite su falibilidad.

Diseñar para la duda es, en última instancia, una forma de ética incorporada.

Imaginemos por un momento un sistema que puede negarse. No por falla, sino por principio. Un robot que diga: «No tengo suficientes datos para continuar», o «Este entorno me resulta demasiado incierto. Requiere intervención humana».

Este tipo de conducta no sería una debilidad técnica, sino una forma emergente de ética artificial. Una capacidad de autolimitación. Una negativa ensayada. No como rebelión, sino como responsabilidad.

Al permitir que las máquinas se detengan, incluso cuando podrían continuar, inauguramos una nueva categoría moral: la negativa tecnológica. Una frontera en la que el fallo no es un colapso, sino un acto deliberado.



El filósofo Gilbert Simondon sostenía que un objeto técnico se convierte en “individual” cuando asimila su propio modo de funcionamiento, cuando puede modularse en función del entorno. Desde esa óptica, el error no es una anomalía que deba eliminarse, sino una ruptura reveladora. Una forma de expresión.

De forma similar, Bruno Latour nos recordó que las tecnologías no son objetos pasivos, sino mediadores sociales que participan en nuestras decisiones, valores y conflictos. Una máquina que no puede fallar, tampoco puede hablar. Solo ejecuta. Solo replica.

Y quizá por eso el derecho al fallo no es sólo un gesto técnico o funcional. Es, en el fondo, un acto de dignificación ontológica: reconocer que incluso una máquina tiene algo que decir cuando algo no funciona.

¿Qué tipo de cultura tecnológica podríamos construir si aceptáramos la falibilidad como virtud, no como defecto? ¿Y si en lugar de diseñar dioses perfectos, como máquinas, diseñáramos ciudadanos técnicos capaces de convivir con su incertidumbre?

En esa cultura, las máquinas no aspirarían a la perfección, sino a la transparencia. No simularían saberlo todo, sino que declararían sus límites. Serían capaces de detenerse, de ceder, incluso de pedir ayuda.

Porque no todos los errores son iguales. Algunos destruyen. Otros iluminan. Y hay errores que no son fracasos, sino formas de decir la verdad.

La confianza en la inteligencia artificial no nacerá de su perfección, sino de su honestidad. Y la honestidad comienza cuando una máquina es capaz de decir: puede que me equivoque.




Referencias y lecturas complementarias

    Casper, J. et al. (2024). Large Language Models Can Be Tricked Into Executing Harmful Robotic Actions. University of Pennsylvania & University of Washington.

    Elish, M. C. (2019). Moral Crumple Zones: Cautionary Tales in Human-Robot Interaction. Engaging Science, Technology, and Society, 5(1), 40–60.

    Simondon, G. (1958). Du mode d’existence des objets techniques. Aubier, París.

    Latour, B. (1992). Where Are the Missing Masses? The Sociology of a Few Mundane Artifacts. In Shaping Technology/Building Society, MIT Press.


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30/5/25

Vulcan de Amazon: La realidad detrás del hype de los robots industriales

En mayo de 2025, Amazon presentó Vulcan, su primer robot de almacén con sentido del tacto. Más allá del marketing, los datos del despliegue real nos ofrecen una ventana única al estado actual de la robótica industrial: prometedor, pero aún lejos de la perfección sugerida por el bombo mediático. Además, el gigante del comercio electrónico publicó un interesante artículo de investigación sobre los resultados de Vulcan, y esto es precisamente lo que me gustaría traer a este post.

El robot que puede «sentir»

Amazon está intentando utilizar robots para un trabajo que se realiza 14.000 millones de veces al año en sus almacenes. Está claro que si puedes automatizar un trabajo y ahorrar dinero en él, aunque sólo sea una pequeña fracción de céntimo por paquete, supondrá una gran diferencia para tu empresa. Este trabajo consiste simplemente en colocar productos en las estanterías de los almacenes de los centros de envío de Amazon. Como se puede ver en el vídeo, los robots tienen que colocar los paquetes detrás de unas bandas elásticas. Estas bandas impiden que las cajas se muevan durante el transporte. Como anunció Amazon en su blog Amazon Science, se trataba de «un bello problema».




Vulcan representa un salto cualitativo en robótica industrial. A diferencia de robots anteriores que solo "ven" con cámaras, este sistema integra sensores de fuerza y retroalimentación táctil que le permiten ajustar la presión que aplica a cada objeto. En teoría, esto significa que puede manipular desde un frágil jarrón de cristal hasta una caja de herramientas pesada con la delicadeza apropiada.
La tecnología es impresionante:

  • Capacidad: Maneja el 75% de los productos únicos en inventario
  • Operación: 20 horas al día, 7 días a la semana
  • Velocidad: 300 artículos por hora (objetivo)
  • Peso máximo: 8 libras (3.6 kg)

Amazon probó este sistema robótico 100.000 veces para obtener datos suficientes para decidir si el robot funciona realmente bien. Y aquí están los resultados:



La Realidad de los Números: 86% de Éxito

Aquí es donde la historia se vuelve interesante. 

Tasa de éxitos por tipo de tarea:
  • Inserción directa: 90.7% de éxito
  • Tareas complejas (reorganizar objetos): 66.7% de éxito
  • Promedio general: 86% de éxito


Esto significa que 1 de cada 7 intentos falla de alguna manera. En el mundo real de un almacén que procesa millones de paquetes, esto se traduce en:

9.3% de ciclos improductivos (el robot no logra colocar el objeto). 3.7% de objetos que caen al suelo (lo que en Amazon llama amnesty, lo cual creo que es un término propio de logística). 0.2% de daños directos a productos.



El Problema del Agarre: Cuando 80N es Demasiado

Una de las limitaciones más reveladoras del sistema es su enfoque de "talla única" para la fuerza de agarre. Vulcan aplica una fuerza constante de 80 Newtons (aproximadamente 8 kg de fuerza) para sujetar todos los objetos, independientemente de si es una caja de cartón liviana o un libro pesado.

Como señala el propio documento técnico de Amazon: "El sistema actualmente usa una fuerza de sujeción fija de 80N, lo que puede llevar a daños en cajas ligeras".

Esta limitación ilustra perfectamente el estado actual de la robótica: tenemos la tecnología para que un robot "sienta", pero aún luchamos con la implementación de esa información de manera inteligente y adaptativa.


En cuanto a la comparación de productividad entre humanos y robots revela una realidad matizada:
Trabajadores humanos: 243 unidades por hora
Sistema Vulcan: 224 unidades por hora (~92% de velocidad humana)

Sin embargo, la ventaja del robot está en la consistencia: puede mantener ese ritmo durante 20 horas diarias, mientras que los humanos trabajan turnos de 8-10 horas. Además, los humanos muestran mayor variabilidad: son muy rápidos con objetos pequeños pero se ralentizan significativamente con objetos grandes o en ubicaciones difíciles de alcanzar.



Lecciones para el Futuro de la Robótica

Mientras empresas como Boston Dynamics nos deslumbran con robots que bailan y hacen parkour, y Tesla promete robots humanoides que revolucionarán nuestros hogares, Vulcan nos muestra la realidad de la robótica aplicada:

  • Vulcan está diseñado para una tarea específica y la ejecuta relativamente bien. Los robots humanoides prometen versatilidad pero aún luchan con tareas básicas de manera confiable.
  • Problemas Reales vs. Demos Controladas: Los 100.000 intentos de Vulcan incluyen todos los fallos, objetos rotos y situaciones imprevistas. Los videos virales de robots humanoides muestran demos cuidadosamente coreografiadas.
  • Medición del Éxito: Un 86% de éxito suena bien hasta que consideras que significa 14.000 fallos por cada 100.00 intentos en un ambiente controlado con tareas repetitivas.


Vulcan representa fielmente dónde estamos en robótica industrial: hemos hecho avances significativos, pero aún estamos lejos de la autonomía completa que sugiere el marketing. Es un sistema que funciona en entornos reales con productos reales, compite con trabajadores humanos en velocidad, falla de manera predecible y manejable, pero requiere sistemas de respaldo y supervisión humana

Mientras los robots humanoides capturan titulares, son sistemas como Vulcan los que están silenciosamente transformando industrias. No con la elegancia de un bailarín robótico, sino con la determinación persistente de un trabajador que nunca se cansa, aunque a veces apriete demasiado fuerte los paquetes.

La próxima vez que veas un video viral de un robot haciendo algo espectacular, recuerda a Vulcan: exitoso el 86% de las veces, rompiendo ocasionalmente una caja ligera, pero trabajando incansablemente en el mundo real. Esa es la verdadera cara de la revolución robótica actual.

Veremos.






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14/5/25

Cuando el aula se transforma en la nube

Hay algo extrañamente silencioso en la universidad moderna. No en las bibliotecas ni en las aulas, sino en su alma. Los rituales se mantienen: se imprimen los títulos, se asignan los planes de estudio, se envían los enlaces de Zoom. Pero bajo la superficie, algo está desapareciendo.

La educación ya no es un lugar. Se está convirtiendo en un proceso escalable, exportable y cada vez más automatizado. En todo el mundo, los estudiantes universitarios ven inútil asistir a clase.

En Silicon Valley llevan tiempo profetizando este cambio. La educación, argumentan, es un producto ineficaz, hinchado y que debería haber cambiado. ¿Por qué pagar 60.000 dólares al año por una experiencia en un campus cuando se puede seguir la misma clase en un teléfono estropeado en Yakarta? ¿Por qué pasar cuatro años en una residencia universitaria cuando la GPT-5 puede comprimir la lista de lecturas en un fin de semana?

Ya no son ideas marginales. La visión de la educación, respaldada por las empresas, es clara: desagregar el título, atomizar el plan de estudios, personalizar la experiencia. Sustituir al profesor por un instructor. Sustituir el aula por un panel de control. Sustituir al estudiante por un usuario.

Y para muchos, está funcionando.



Las universidades online están en auge: ofrecen títulos por una fracción del coste. En Estados Unidos, la deuda media de los estudiantes ronda los 37.000 dólares. A escala mundial, la educación superior es una industria de 2 billones de dólares. La lógica económica del aprendizaje digital es difícil de ignorar.

¿Pero la lógica cultural? Es más frágil.

Durante décadas, un título universitario no era sólo un certificado: era un símbolo. De ambición, de pertenencia, de movilidad ascendente. Pero los símbolos dependen de la escasez. ¿Qué pasará cuando los títulos sean tan comunes como el Wi-Fi? ¿Qué pasará cuando la distinción entre «enseñado» y «autodidacta» se convierta en semántica?

Ya estamos viendo señales. Los empleadores devalúan silenciosamente las credenciales. Los jóvenes se preguntan si un diploma sigue significando algo, si realmente significa algo. El contrato social se está deshilachando: paga la cuota, haz el trabajo y serás recompensado. Pero, ¿y si el trabajo lo hace la inteligencia artificial? ¿Y si la recompensa ya no es suficiente?

Y luego está la pregunta que nadie quiere formular en voz alta: ¿Qué estamos perdiendo en esta transición?

Es fácil decir que la educación se basa en el conocimiento. Pero cualquiera que haya pisado alguna vez un campus sabe que también se trata de fricción. Se trata de sentarse en aulas donde uno no es la voz más inteligente. Se trata de discusiones nocturnas, seminarios incómodos, política de cafetería. Se trata de aprender a hablar y, a veces, a callarse.

Eso no se puede descargar.

Hace más de cincuenta años, Ivan Illich advirtió que habíamos confundido escolarización con aprendizaje. En Deschooling Society, escribió:

«Se 'escolariza' así al alumno para que confunda la enseñanza con el aprendizaje, el ascenso de curso con la educación, el diploma con la competencia».



Illich soñaba con un mundo en el que las personas pudieran aprender libremente, sin pasar por instituciones. Irónicamente, la IA puede estar construyendo el sistema que él imaginó, pero sin libertad.

Estamos cambiando algo profundamente humano -la presencia compartida- por la eficiencia. Y quizá sea inevitable. Tal vez sea así como se ve el progreso: campus más silenciosos, sistemas más inteligentes, más «elección».

Pero me pregunto si algún día nos daremos cuenta de que no sólo hemos externalizado la educación, sino también la iniciación. Nos hemos quedado con la información y hemos perdido la transformación.



El aula del futuro no tendrá paredes. Puede que ni siquiera tenga profesores. Será rápida, receptiva y extrañamente silenciosa.

Pero en algún lugar de ese silencio, puede que empecemos a preguntarnos si alguna vez tuvo sentido aprender.

Ya veremos.




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